A pesar de los muchos "males" que al parecer hoy aquejan a la educación pública, creo no son comparables con los de la enseñanza de comienzos de los años sesenta. Los saberes de entonces eran más bien pocos -de hecho cabían en la "Enciclopedia de Álvarez"- pero el trabajo de los maestros aún gozaba de bastantes bondades. Entre las carencias de aquella enseñanza había una que se me antoja capital: la educación musical, que no formaba parte de los planes de estudio, ya fuese en primaria, en el bachillerato o en la mismísima universidad.

Aprender música por entonces era una extravagancia, y además la recia y machista mentalidad de la época lo consideraba más propio de la formación femenina, no en vano se estudiaba desde antiguo en los colegios de señoritas. También llevaba aparejado otro problema no fácil de resolver: había que procurarse un profesor particular para aprender solfeo y piano, un instrumento costoso cuya adquisición no podían permitirse la mayor parte de las familias. Mi generación creció sin esa parte fundamental de la formación humana que es el lenguaje musical. Los planes de estudio posteriores fueron poco ambiciosos: aprendizaje de la notación musical y práctica con la flauta dulce, un instrumento versátil y barato, con el que nos martirizaron nuestros hermanos pequeños, que incansables al desaliento, repetían una y otra vez el Himno a la alegría o Na beira do mar.

Hoy, por suerte, lo que la enseñanza obligatoria no consigue lo hacen los conservatorios elementales, y es gratificante ver que el grueso de las bandas de música y orquestas lo forman niños, adolescentes y jóvenes. Asimismo, la música coral, de larga tradición en nuestro país, y en particular en Zamora, vive mejores días, pues son muchas las agrupaciones frente al reducido panorama musical de nuestra infancia. Sin embargo, cantar de forma espontánea es algo que cada vez hacemos menos. En los días felices de la infancia lo hacían en las ciudades las mujeres mientras espabilaban las siempre ingratas faenas de la casa, también los que trabajaban en el taller o en las obras al aire libre, y en el campo los cantares acompañaban el chapotear de la ropa en los lavaderos, el caminar de las yuntas, la extenuante siega, el monótono girar del trillo en la era, o el trajinar de los vendimiadores.

También la radio ofrecía música en los programas de melodías dedicadas, festejando las ondas santos, cumpleaños, bautizos, comuniones y bodas con tiernas y cursis dedicatorias de padres, padrinos, hermanos y abuelos cargadas de un "millón de besos", o aquellas de los novios que terminaban con el enigmático "de quien él/ella sabe".

Algo te enseñaban en el colegio, casi siempre candorosas canciones y doctrinales himnos patrióticos o religiosos. En la iglesia, los domingos y fiestas de guardar, sonaban aquellas melifluas y extemporáneas canciones compuestas para las misiones populares, en las que nunca faltaban ardientes apelaciones a la pureza de tanto para sanar tanto corazón afligido, que todavía algunos guardamos en la memoria. Era yo un chaval cuando el coro de la parroquia de Cristo Rey, que dirigía y aún dirige Tere Matilla, y este año ha cumplido medio siglo, empezó a cantar en la misa dominical de las doce y media nuevos sones en nada parecidos a lo escuchado hasta entonces. Me refiero a los Salmos para el Pueblo, a los que había puesto música un cura, diríamos hoy progre, que vivía en una especie de comuna sacerdotal en la calle del Polvorín, donde si no recuerdo mal la puerta siempre estaba abierta.

Desde aquellos lejanos días el mundo ha dado no sé cuántas, pero muchas vueltas. No me atrevería a decir que la Iglesia de mi adolescencia fuese mejor, pero al menos era una comunidad más cohesionada y esperanzada. La esperanza la trajo el Concilio Vaticano II, y todo lo que para el Pueblo de Dios supuso. Fruto de aquella renovación, de aquella comunión con la realidad de los tiempos, fue la transformación de la liturgia, que permitió celebraciones inteligibles y participativas, aderezadas con gusto por nuevas músicas. En aquella, hoy se me antoja titánica reforma, aportó algo más que un granito de arena -de mostaza más bien- Miguel Manzano. Los Salmos fueron una bocanada de aire fresco, que acompasó aquella jubilosa renovación eclesial. Por primera vez en siglos el pueblo participaba de las celebraciones, le veía el rostro al sacerdote, y rezaba en su lengua vernácula. La música compuesta por Manzano se ajustó como un guante a la nueva situación, y las misas dejaron de ser una celebración monologada y triste. Quizás la liturgia perdió en solemnidad, pero ganó en espontaneidad. Aquel logro, inicialmente discreto, tuvo un justo reconocimiento, pues pronto los Salmos para el Pueblo llegaron a los más remotos rincones del orbe católico. Hoy son un clásico, y siguen sonando a gloria, en medio de tanto repertorio ñoño, carente de calidad musical y literaria.

Los Salmos que eran una forma de rezar antigua, la que desde siglos se oía exclusivamente en los coros de catedrales y conventos mezclada con las volutas del incienso y el frufrú de las sotanas (liturgia de las horas), al ser rescatados por Manzano adquirieron una nueva dimensión, transformándose en liturgia popular, alegre y gozosa. La primera edición del libro con las partituras de los Salmos para el Pueblo, publicada con las debidas licencias, ya advertía que habían "adquirido cierta difusión", si bien mediante grabaciones caseras. Miguel los daba a la imprenta con la esperanza de que fuesen de utilidad pastoral, pese a las cautelas que suponía se interpretasen con "un ritmo y unos instrumentos (guitarras) ahora calificados de profanos". La edición tenía un último fin: proteger su valor musical, para que las melodías no se corrompiesen. Posiblemente nunca soñó que la cierta difusión que aquellas músicas habían alcanzado llegase tan lejos, hasta el punto de convertir en realidad lo que proclama el Salmo 99: "Aclama al señor Tierra entera". ¿Quién no los ha cantado alguna vez? Muchos aún los cantan sin saber quién compuso su música. Los más populares el 71, 97, 99, el 114 y 129 (insustituibles en las exequias), 117, 121 ("Que alegría cuando me dijeron vamos a la casa del Señor", que saben hasta los ateos) 122, 126 y 129, no han perdido un ápice de frescura. Y aunque fueron fermento de un tiempo que se fue, hoy son algo más que memoria, pues forman parte del mejor patrimonio musical de la Iglesia Católica.

Lástima que su universalidad haya merecido por nuestra parte un reconocimiento tan provinciano. Pese a ello, el programa ha dado ya una sorpresa. El pasado sábado día 6 varios coros parroquiales ofrecieron en la iglesia de San Andrés un concierto conmemorativo de las bodas de oro de Salmos para el Pueblo. Sin pretenderlo la música hizo su aparición y nos atrapó con su belleza. Sonaron los Salmos en su hábitat natural y los que nos dimos cita allí bisbiseábamos sus estrofas en un ambiente festivo y cómplice, pues al fin y al cabo ya son parte, como otras músicas, de las canciones de nuestra vida. Si como afirmó Einstein verdad es aquello que supera el examen de la experiencia, creo que los Salmos para el Pueblo, lo son, pues ahí están felizmente viendo pasar el tiempo. Enhorabuena Miguel, que Dios te lo pague.