El próximo 4 de septiembre se cumplirá el 25º aniversario de la muerte del escultor Baltasar Lobo, el artista zamorano del siglo XX de mayor renombre internacional. Lo conocí en su estudio parisino de la Rue de Vaugirard tres años antes de su fallecimiento. Siendo yo por entonces corresponsal de Televisión Española en Francia, me esforcé por ganarle la batalla periodística en su soledad y le insté con toda clase de argumentos a que me concediera una entrevista ante las cámaras y me autorizara a tomar imágenes de su taller, sancta santorum en su dedicación de anacoreta del arte. Fracasé en el intento: el suyo, me dijo, era un oficio de retiro y anonimato monacal y todo cuanto debía decir lo dejaría dicho en el bronce y en el mármol. Fueron tres encuentros aquellos de una gran emoción para mi, totalmente casuales, tras encontrar su rastro por azar en el escaparate de la Galería Malingue, Avenue de Matignon, donde se exponían sus esculturas.

No supe más de él hasta que unos años más tarde, residiendo en Nueva York, tuve noticia del traslado a Zamora de la colección propia que Lobo tenía guardada en su taller. Me consolé entonces pensando que, quizás, el escultor de Cerecinos habría superado ya en la eternidad sus personales sospechas de que los periodistas somos gente de escasa nobleza y mucho engreimiento, y escribí luego sobre su vida y obra alguna gacetilla.

Desde aquel retorno suyo un tanto laborioso, la existencia de Baltasar Lobo en Zamora ha recorrido muchos caminos y atravesado varios cenagales. El actual Museo que recoge su obra, siempre provisional, pone de manifiesto la precariedad de ese trayecto aún inconcluso. A pesar de los deseos de las instituciones públicas, siempre naufragados en un mar de buenas voluntades, el escultor sigue esperando el cumplimiento de aquel compromiso, con la misma paciencia y perseverancia del jornalero laborioso que yo encontré en su taller.

La efeméride de su fallecimiento y las iniciativas ciudadanas en torno a la vida y obra de Lobo dan ocasión ahora para seguir buscando el pago de la deuda moral (nunca crematística) que Zamora, sus instituciones, adquirió cuando el escultor señaló a la ciudad como puerto definitivo de sus esculturas. Es el momento de coordinar esfuerzos y voluntades y llevar a cabo, con el realismo que exigen las oportunidades de su financiación, el nuevo proyecto municipal del tan añorado "Centro de Arte Contemporáneo Baltasar Lobo". Mi información parcial a este respecto me impide expresar una opinión personal respecto a este asunto, pero un largo año de trabajo para la realización de un documental sobre el escultor, que se presentará en la ciudad después del verano, otorgan autoridad a mi propuesta de una iniciativa que sirva para conmemorar la efeméride señalada, reivindicar el esplendor de la obra de Lobo, abrir cauces de colaboración institucional y honrar la memoria de nuestro gran artista tierracampino.

Permítanme justificar ese proyecto con una anécdota previa: cuando el pasado mes de marzo visité varias veces el parque León Felipe para determinar la hora y los mejores ángulos del rodaje de la estatua de Lobo allí plantada, me di cuenta de la inmensa soledad de aquel paraje, fuera de la ciudad y apenas habitado desde la lejanía por los niños que entretienen la tarde en los columpios cercanos. Me pareció que León Felipe, por orden de Baltasar Lobo, mira al cielo con desdén en vista de que nadie lo contempla.

En mis frecuentes estancias en Zamora, escucho una y otra vez el lamento de que la ciudad está falta de esculturas en su centro histórico, opinión que comparto tras haber aprendido y admirado en otras ciudades recoletas de Europa la diligencia con que se muestran en sus calles y plazas más notables las estatuas de personajes humanos y divinos que le dieron lustre. Zamora es un desierto de obras de arte, y las que se muestran son, en general, fruto de donaciones y de la buena voluntad de quienes honran a los protagonistas de su historia, señalados por su mérito local envuelto sólo en sentimientos, e instalados sobre pedestales pobres y desperdigados sin orden ni concierto. A pesar de esa escasez y penuria escultórica, las estatuas en Zamora siempre han sido trashumantes. Desde el humilde busto del obispo Diego de Deza hasta el encumbrado Viriato lusitano del maestro Barrón frente al Parador de los Condes de Aliste, casi todas las famas locales han cambiado de emplazamiento con el paso de los años

Se anuncia estos días la continuidad de ese trasiego para el traslado de algunos excelentes bronces de Baltasar Lobo, con el fin de diseñar un itinerario artístico desde el nuevo Museo de Arte Contemporáneo, en el antiguo Ayuntamiento de la Plaza Mayor según la propuesta municipal, hasta la exuberante muestra de sus obras en los jardines y los fosos del castillo. Complétese ese trayecto iniciando el viaje pautado por esas esculturas en la magnífica "Maternidad" de la plaza Zorrilla, marcando la segunda estación en la de Sagasta con la espléndida estatua de León Felipe. Ese entorno de arquitectura modernista, amplio y despejado, dará la mejor perspectiva a la obra y el mayor placer a los miles de zamoranos y visitantes que cruzan esa plaza cada día. De no haber sido porque hace tres décadas el triángulo de plaza de Sagasta era el cruce de circulación de vehículos más denso de la capital, allí, y no en un parque remoto del extrarradio, habría debido ser instalada esa obra maestra de Lobo.

Sirva como aval de esta propuesta el testimonio fidedigno de los deseos que Lobo firmó hace tres décadas acerca de la ubicación de su obra. Consta en una carta que él remitió por entonces a uno de los promotores de la cesión de esa escultura al Ayuntamiento y a la Caja de Ahorros su deseo de que ese León Felipe por él admirado, hermano de exilio, debería estar en un emplazamiento en el que los vecinos de Zamora pudieran admirarlo desde los balcones, mientras los niños lo contemplaban mirando al cielo.

Ha llegado el momento de rendir un doble homenaje: el regreso simbólico a su tierra zamorana desde el exilio y el encuentro definitivo de sus dos ciudadanos predilectos, que jamás se conocieron en persona: el poeta León Felipe y el escultor Baltasar Lobo. La oportunidad de los aniversarios da pie a la celebración: el primero falleció en la ciudad de México hace exactamente medio siglo y del segundo se cumplen los 25 años de su muerte en París. No tema la autoridad municipal para ordenar esta mudanza la ira de ningún dios desconocido: en Zamora, las estatuas se desplazan espontáneamente, desde siempre.

(*) Periodista