L a organización solidaria Oxfam encubrió primero, minimizó después y se desmarca ahora de los escándalos de prostitución protagonizados por sus altos cargos en Haití y Chad. Los mandamases aplicaban en zonas deprimidas el derecho de pernada de un ejército de ocupación. En el fragor de la orgía, se detiene al presidente internacional de la entidad por otro caso de corrupción, que por fortuna no implica a menores. En una de las últimas campañas de la benemérita entidad, campea el eslogan "Es hora de cambiar las reglas". Para violarlas, se les olvidó añadir.

Oxfam protegió a sus dirigentes corruptos, pese a las pruebas demoledoras en su contra. Les facilitó la salida de Haití sin denunciarlos, y entorpeciendo su persecución legal. La ONG se comportó como una potencia colonial. Peor, actuó como los partidos políticos sobre los que pretende una repelente superioridad moral. Basta con preguntarse qué control del dinero puede garantizar quien es incapaz de moderar los apetitos de sus dirigentes. En cuanto una organización prodiga cargos del estilo de secretarias de desarrollo internacional, el germen de la corrupción se ha adueñado de su estructura.

Las ONGs son tan corruptas como los partidos políticos. Lo escribo con cierta crudeza, porque he contribuido a la repugnante maniobra de ocultación de Oxfam mediante alguna entrevista, en que sus dirigentes se distanciaban de las víctimas habituales de la prensa. El altruismo se erige en la más sucia de las coartadas. Por suerte, el periodismo clásico se ha sacudido de su permisividad hacia los impostores benéficos, para destapar un escándalo donde el oscurantismo cómplice supera en asco a los hechos. Oxfam reclama ahora la inmunidad de que gozan los titanes empresariales. Es demasiado grande para caer, o para ser encarcelada. En su próximo panfleto, pueden rasgarse las vestiduras con los escasos impuestos desviados hacia su organización. Los vicios hay que pagarlos, y mejor si los sufragan los demás, bajo el espejismo de que así tranquilizan su conciencia.