E n los lugares más inhóspitos de la tierra. En las cumbres más altas donde la concentración de oxígeno supera nuestra capacidad pulmonar; en los fondos abisales donde no llega la luz del sol; en el seco desierto que abrasa de día y congela en la noche; en el hielo de las zonas polaress que durante muchos meses del año permanecen cubiertas del bello, blanco y aparentemente estéril manto blanco; en el fondo de una gruta, en una ciénaga o en una balsa de azufre, la vida existe en múltiples y diversas formas. Desde las más simples y primitivas hasta las más complejas y evolucionadas. Tal vez todo sea una simple demostración de que el objetivo de la vida, que tanto hace que se devanen nuestros humanos sesos sea, simple y llanamente, la propia continuidad de la misma vida. La vida, causa y objetivo de sí misma.

Darwin puso la primera piedra del paradigma naturalista vigente con su Teoría de la Evolución de las Especies. El código genético universal de la vida responde a unos principios básicos, el fundamental de los cuales consiste en que no son los individuos más fuertes de cualquier especie, ni los más grandes, los más rápidos o los más "inteligentes", los que perviven y mejor transfieren la herencia genética a sus sucesores. Los que trascienden, nos dice Darwin, son los más adaptativos. Aquellos que utilizan sus cualidades naturales intrínsecas con "inteligencia natural" para adaptarse a las constantemente cambiantes circunstancias del medio en el que habitan.

Es ese mismo elemento adaptativo el que permite la existencia y pervivencia de la especie humana que representamos y que contiene el más sustancial hecho diferencial frente a cualquier otra especie del planeta, la inteligencia -o si se prefiere-, la consciencia de sí mismo que el ser humano posee y que lo hace tener esa relación tan especial con el resto de miembros de su propia especie así como con la naturaleza en su conjunto. Como ser vivo, el hombre ha sabido adaptarse a existir en buena parte de los medios más hostiles. Desde los hombres del Himalaya a los bereberes del Sáhara; de los inuits de Groenlandia o los samis de Laponia a los integrantes de los más primitivos pueblos de la Polinesia, el hombre conquista el medio, se asienta y en menor o mayor medida se desarrolla en él, evolucionando no tanto física como culturalmente en eso que hemos llamado la "civilización".

Con ello trasciende y proyecta hacia el futuro la permanencia de la especie, cuestión distinta de la de cada individuo. En esto último, nos preguntamos con frecuencia por qué tenemos reiteradamente esa impresión de que por muerte natural desaparecen antes los buenos que los malos. O que las enfermedades más terribles dañan más, más rápidamente y con resultados predestinadamente más funestos a aquellos que consideramos buenas personas que a quienes tomamos por más "inhumanos", sin escrúpulos o salvajes. Quizás sea que la civilización nos ayuda a vivir mejor como sociedad, pero la naturaleza nos prefiera salvajes como parte de ella.

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