E stuve en una boda en la que un hombre mayor, cerca de mí, trataba de explicarle a un joven la idea de valor añadido. Como se trata de un concepto que entiendo y desentiendo de forma intermitente, estiré disimuladamente el cuello para escuchar la conversación. El joven preguntó si el gas del agua mineral con gas era el valor añadido del agua mineral a secas. El hombre dudó, luego leyó la etiqueta de la botella que tenía delante, donde ponía (también yo aproveché para ojearla): "Agua mineral con gas carbónico añadido".

-Bueno -dijo al fin-, el hecho de que las burbujas no sean naturales no significa necesariamente que constituyan un valor añadido en el sentido económico del término.

Observé que el joven no se atrevía a contradecir al hombre por educación, pero que no se quedaba satisfecho con la respuesta. Yo tampoco. Al día siguiente, en el dentista, escuchando el hilo musical, comprendí que eso era un valor añadido. El asunto no influía en el modo de arrancarte la muela, pero te proporcionaba el bienestar de los acordes clásicos. Saqué el móvil, pregunté discretamente a Siri si el hilo musical era, en la consulta del dentista, un valor añadido y no supo responderme, pero me remitió a un artículo sobre el tema donde leí que valor añadido era que el médico te entregara la muela extraída en un estuche de terciopelo. En esto, apareció la enfermera y me invitó a pasar. El doctor me anestesió sin valor añadido, me introdujo unos alicates y arrancó la pieza en un par de tirones, pero no la envolvió para regalo, ni siquiera me la enseñó. No sé qué hizo con ella.

Esa misma tarde intenté explicarle a mi psicoanalista el concepto de valor añadido, no para que lo entendiera ella, sino tratar de comprenderlo yo.

-Valor añadido -le dije- sería que el diván este no tuviera forma de tumba.

-¿Preferiría que tuviera forma de cuna? -preguntó ella irónicamente.

La ironía, pensé para mis adentros, eso sí que era un valor añadido de mi análisis. Y de la vida.