Que no era así, para nada, pero es que para nada. Que hubiera ciudadanos muy adinerados, como Vitelio o Heliogábalo, nada menos que Césares, que se permitían semejantes estupideces no quiere decir que el pueblo romano, acostumbrado a las gachas y al queso, se gastase los sestercios en barbaridades como las antes citadas. Pero los excesos de unos pocos gastroesnobs han manchado el prestigio de una cocina sencilla y bien desarrollada como la romana.

Esto del gastroesnobismo no es enfermedad que se haya erradicado hace dos mil años. Entre nosotros mismos, y después de una etapa de otra manía a la que aquí hemos llamado gastrocondria, vivimos un repunte del gastroesnobismo, que afecta cada vez a más gente... sin necesidad de que sean líderes de la economía o la política. Tampoco es que busquen lo mejor, sino lo más raro, que es lo que de verdad distingue al perfecto esnob.

Hagamos un breve alto: 'esnob' es la voz que recomienda el Diccionario por el inglés 'snob', que significaba, en sus orígenes, 'sine nobilitate', esto es, sin nobleza. Y 'esnob', dice el DRAE, es la "persona que imita con afectación las maneras, opiniones, etc., de aquellos a quienes considera distinguidos". Se me queda corta la definición, pero puede valer.

Porque de lo que trata el gastroesnob es de distinguirse, para alegría y encanto de determinadas empresas de la alimentación. No vamos a entrar en platos del estilo de aquellos cuyo consumo se achaca a los romanos, sino en cosas mucho más sencillas. La sal, por ejemplo.

Hace ya más de veinte años, uno fue el primero en hablar, a nivel nacional, de una sal marina inglesa, la sal Maldon, absolutamente desconocida por entonces en España. Era una sal, ya digo, marina, que se presentaba con aspecto de escamas, aunque se buscó la expresión 'pétalos de sal', que resultaba más agradable. No faltó quien me preguntase si en España no había sales; yo decía que sí, pero que como aquella, no.

Tras la Maldon vinieron sales veteranas, pero desconocidas por estos pagos: la flor de sal de Guérande, la sal gris de la Camarga, la sal de la isla de Ré... Todas estimables y estimadas, pero todas ellas, sencillamente, sal. NaCl, como se escribe ahora, a la inglesa, lo que antes escribíamos ClNa, cloruro sódico, a la francesa.

No deja de ser curioso que, en esta época en la que dietistas, nutricionistas y, por supuesto, gastrocondríacos nos amenazan con todos los tormentos cardíacos habidos y por haber si comemos con sal, el gastroesnob busque para sazonar sus comidas... sal rosa del Himalaya. Que es buena, vale, pero... para comprarse azulejos no hay que irse tan lejos.

Pero el desmadre del gastroesnob está... en el agua. Como cada vez nos ponen más difícil beber vino fuera de casa, proliferan las cartas de aguas apabullantes. Ustedes recordarán que, hace poco tiempo, llegaban al restaurante, encargaban su menú y su vino y les preguntaban si iban a beber agua, para, en caso de contestación afirmativa, interesarse por si la deseaban con o sin gas.

Jurásico puro, como los tiempos en los que el gran Aberasturi le contaba a Beatriz Pécker sus problemas para conseguir que en el restaurante de la esquina -de 'cocina familiar'- le dieran una jarra de agua del grifo, de agua de Madrid, del Canal. Por cierto: les supongo enterados de que una investigación en Francia acaba de revelar que el agua del grifo es mejor, en cuanto a su composición, que algunas embotelladas.

Bueno: hoy hay, ya digo, unas cartas de aguas que quitan el hipo.

Y que tampoco se mueven por criterios de proximidad del manantial al restaurante: al revés. Cuesta más encontrar un agua española en esas cartas que una perla natural en un mejillón de batea.

Aguas galesas, escocesas, irlandesas, noruegas, francesas, italianas... y hasta de las islas Fidji, por ir ahí al lado. Ah, y en cuanto se salen ustedes de casos conocidos -'Evian', 'Perrier' o 'Sanpellegrino'- se encuentran, ante todo, con unas botellas de diseño que hasta da miedo abrir, por supuesto sin etiqueta de papel, sino con la marca y demás grabada a fuego en el cristal... Uno no sabe si se está bebiendo agua o esencia de Gucci, aunque los precios tiran más a lo segundo que a lo primero.

A mí me sigue gustando el agua 'del país', aunque lógicamente no tolero en la mesa, ni en casa ni en el restaurante, la botella de plástico: hay jarras preciosas. Agua, como quería Aberas, 'del Canal', si estoy en Madrid. Eso sí, tengo ganas de ir a un buen restaurante de las islas Fidji sólo por ver si, en su carta, hay aguas de mi tierra natal tan buenas como las de Mondariz o Fontenova.

Y es que no tenemos remedio, y cuando nos ponemos esnobs somos incorregibles... porque tenemos que ser, también, más esnobs que nadie. No sé, pero me da miedo pensar que algún día, que cada vez veo menos lejano, lo acabaremos pagando.