Relatos con Pasión

Soledad

"Te paras a reflexionar en cómo unas simples manos, las del paisano de Coreses, supieron tallar en madera ese dolor, esa pérdida, esa soledad, quizás porque él mismo la sufrió"

La Virgen de la Soledad, una de las tallas más queridas en Zamora.

La Virgen de la Soledad, una de las tallas más queridas en Zamora. / Ángel Quintas

GUSTAVO TOBAL

GUSTAVO TOBAL

No dejo de recorrer la escasa distancia comprendida entre el salón y el estudio. De aquí a allí, de allá para acá. Sujeto el clarinete entre las manos. Me detengo. Me lo llevo a los labios y pruebo. No me gusta. No hay manera. Prosigo con la marcha, y nunca mejor dicho, pues lo que estoy intentando realizar es una composición nueva para esa cofradía que tanto me ha dado. Y lo hago con todo ese mismo cariño que me han ofrecido siempre ellos. Pero hoy la inspiración no llega en forma de los sonidos deseados, por mucho que lo intente. Y es lo que tienen las musas, que llegan cuando menos te lo esperas, pero nunca cuando realmente las necesitas. No es que apremie el tiempo, pero sí el deseo y la impaciencia. Pruebo al piano. Las teclas resultan más pesadas que de costumbre. Desisto, es evidente, hoy no es el día, y me tumbo taciturno en el sofá. No hay nadie en casa. Estoy solo. Mejor para mis propósitos, aunque el resultado no esté siendo el deseado. Siempre me ha gustado disfrutar de ciertos momentos de soledad, a diario, aunque sean solo unos instantes. Hay gente que no lo entiende, pero para mí es imprescindible esa desconexión que me permite imbuirme en mí mismo y disfrutar de mi yo. Sigo en el sofá. Cierro los ojos y simplemente escucho. No se percibe nada, siquiera el viento que hace unos minutos golpeaba en la ventana, ni las gotas de lluvia que arreciaban sobre los cristales.

No logro desconectarme de la ocupación de los últimos días. No me convence lo que llevo escrito. Es una marcha procesional para una Virgen de la Soledad. Tuve, una vez, ocasión de contemplarla, pero tengo que observar una fotografía para poder hacerme una visión más nítida de esta obra de imaginería. La observo, y me doy cuenta de que no es la imagen que me ronda, no es la imagen de mi mente, no la que ocupa mi corazón. Recuerdo entonces a un maestro, de los de batuta y atril, mi maestro, y esa composición suya que describe otra Soledad, la Soledad que precisamente me aborda, y, cómo él, decido salir en su busca.

Evidencia el dolor, la pérdida sufrida, pero sin rabia, sir rencor ni resentimiento, con resignación, sin pensar en los demás, siquiera en aquellos que pertrecharon la barbarie. Sólo en el ser amado ausente. Y no es posible que no empatices con esa mujer

Cruzo el dintel románico. No hay nadie en la iglesia, tampoco la encargada que vela por el cuidado del templo. Me acerco a la parte delantera. Allí está, en uno de los laterales. Me siento frente a ella. Enlutada completamente, excepto por un pequeño paño blanco que cubre parte de la cabeza yd el cuello. Recuerda el hábito de una monja, no solo por las formas, sino por la sencillez de la vestimenta. Porta corona, nada sobrecargada, rosario en unas manos, y una pequeña cruz alojada junto al corazón. Poco más.

Retornan a mi memoria la declaración de un conocido salmantino que, al observar esta imagen en procesión un Sábado Santo, comentaba la desilusión que había sufrido al verla, sin vestir un manto bordado de plata y oro, ni portar una magnificente corona, ni un palio que la cubriese, como las de Sevilla u otros lares más cercanos. Y yo me preguntaba por qué nos dejamos influenciar por adornos y florituras, y no captamos la verdadera esencia, esa belleza real que emana de la propia sencillez, y que no necesita de nada más, más que ser ella en sí misma. Y esta Virgen es bella precisamente por su sencillez, la que permite vislumbrar la verdadera esencia de su ser. Su mirada, doblegada al suelo, con lágrima perlada que surca su rostro. Sus manos, entrelazadas, siempre entrelazadas. Evidencia el dolor, la pérdida sufrida, pero sin rabia, sir rencor ni resentimiento, con resignación, sin pensar en los demás, siquiera en aquellos que pertrecharon la barbarie. Sólo en el ser amado ausente. Y no es posible que no empatices con esa mujer, con esa madre, que no sientas su soledad. Es imposible que no te entren ganas de consolarla, de abrazarla, de decirle que todo ya ha pasado, que todo ha sido por nosotros, por nuestro bien, dicen que por nuestra propia salvación, pero sin ser capaz de encontrar ese consuelo que justifique que no está, que el hijo parido de sus entrañas ha desaparecido para siempre, por siempre, arrancado de sus propios brazos, y que nada ni nadie suplirá su ausencia, y que nada ni nadie romperá esa soledad amarga, dolorosa, infinita.

En ese instante te das cuenta de que buscas su consuelo porque esa soledad puede ser tu propia soledad, y miras a todos los lados de esa iglesia románica angustiándote, pensando, creyendo que esa sensación te puede un día abordar, que puedas sentir en tu propia piel la misma desesperación que esa divina mujer de dolor tan humano como el de cualquiera de los mortales. No quieres ni imaginar la pérdida de uno de los tuyos, de tus propios hijos, concebidos de tu interior, de tu propio cuerpo, parte de ti, de tu ser, de quien eres como persona. Y ahí radica la propia belleza de lo que representa esta dama, por extraño que suene, por contradictorio que parezca. Te paras a reflexionar en cómo unas simples manos, las del paisano de Coreses, supieron tallar en madera ese dolor, esa pérdida, esa soledad, quizás porque él mismo la sufrió, quizás porque de alguna manera comprendió esa sensación maldita que hoy, yo mismo, acierto a vislumbrar. No necesitó nada más, ni adornos ni florituras, porque todo lo demás era superfluo, sobrante, carente de sentido y de la verdadera y absoluta realidad.

Vuelvo a casa, e intento, por enésima vez, componer esa marcha. Sigo sin conseguirlo y no sé si alguna vez lo lograré, si plasmaré lo que siento, como hicieron el maestro Carlos Cerveró y el imaginero Ramón Álvarez, auténticos genios otorgados con la inmortalidad de su obra, pero ya no desespero porque soy consciente de que, al menos, he alcanzado el enriquecimiento dado por la comprensión de ese dolor, de esa soledad que he hecho mía por unos instantes y que, espero, no volver a sentir jamás, aunque, por desgracia, cada uno de nosotros portemos nuestra propia soledad perenne.

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