Populismo cofrade

Comentarios sobre el insólito crecimiento de las cofradías

Los hermanos de Jesús Nazareno levantan sus cruces para despedir a la Virgen de La Soledad

Los hermanos de Jesús Nazareno levantan sus cruces para despedir a la Virgen de La Soledad / Estudio Mynt

Hace unos días se me coló en el móvil un llamativo titular: “Diez procesiones civiles saldrán en Sevilla durante la Cuaresma”. La secularización de la sociedad actual tiene estas contradicciones, y no porque haya procesiones cívicas, que siempre las hubo, sino porque a las que alude la noticia lo son con todos los “sacramentos”, es decir, cofrades, imágenes, pasos, música… y obviamente celebran la Semana Santa, incluso leo que sus organizadores son grupos de católicos, que lo hacen por libre desde hace ya años. Al arzobispado sevillano no le ha gustado el asunto, pues piensa que genera confusión, ya que al parecer parroquias y cofradías les prestan locales y enseres, pero como no puede prohibirlas, se ha conformado con darles un pellizco de monja, exhortándoles a que se integren, formando una hermandad.

Esto es consecuencia – grotesca – de que España sigue siendo un país de tradición festiva católica, de manera que la sociedad civil al no tener ritos alternativos, echa mano de lo existente para significar cualquier cosa, tenga o no que ver con la religión. Y así, aunque suene chusco, hay quien se rebota porque no hay bautizos y primeras comuniones civiles. El caso más paradigmático son las asociaciones de águedas, extendidas hoy por la mayor parte de la provincia, que han tomado el modelo y ritual de las viejas cofradías, aunque lo que celebran no tenga referente sagrado alguno. Bien, esto que no deja de ser algo extemporáneo, sucede porque las tradiciones, aunque beben de “lo traído del pasado”, también cambian, adaptándose a los tiempos, aunque sea a martillazos. Solo así se explica la paradoja que, en un momento en que la práctica religiosa está en mínimos, las cofradías sean más numerosas que nunca y que los cofrades, aquí y allá, se cuenten por miles. Vamos, que no hay fenómeno asociativo comparable, sea deportivo, político, cultural, sindical o de cualquier otra índole.

No hay fenómeno asociativo, sea deportivo, político, cultural, sindical o de cualquier otra índole, comparable al crecimiento de las cofradías

Las cofradías, es sabido, tienen una larga historia a sus espaldas. Desde que a fines de la Edad Media uniesen a sus piadosos fines la caritativa obra de enterrar a los muertos, crecieron, viviendo su época dorada durante el Barroco, para entrar en barrena a fines del siglo XVIII, precisamente por no poder cumplir con esta función – de la que por cierto se apropiaron con éxito las compañías de decesos –, y muchas desaparecieron. Las que subsistieron se limitaron a rendir culto público a sus titulares. Así las retrata el viejo Código de Derecho Canónico (1917): “Cofradía: hermandad canónicamente erigida, y que además del fin de piedad o caridad, se constituye para el incremento del culto público”. Entonces, no se les exigía otra cosa, ya que la sociedad era aun mayoritariamente religiosa. En nuestro caso, con el nacimiento de la identidad cultural local, la Semana Santa pasó a ser la fiesta por excelencia del calendario litúrgico de la ciudad. Y aunque, con los primeros embates de la secularización, pasó momentos difíciles, conoció un momento dulce bajo el manto protector del estado confesional franquista, cuyo esplendor, lejos de interrumpirse, se ha prolongado de manera inusitada desde el establecimiento de la Democracia. En este proceso, ni que decir tiene, que la secularización ha corrido pareja a su contradictorio auge.

El nuevo Código de Derecho Canónico (1983) señala entre los fines de las “asociaciones públicas de fieles”, como ahora nombra a las cofradías, “la búsqueda de una vida más perfecta, la promoción del culto público y la doctrina cristiana, realizar actividades de apostolado, proponer iniciativas para la evangelización, el ejercicio de obras de piedad o caridad …”, pero a las cofradías todo esto le suena a música celestial, y han optado por atrincherarse con la vieja fórmula del derecho castellano: “obedézcase, pero no se cumpla”.

Que, este inusitado y contradictorio aumento de cofrades es todo menos religioso, lo sabe hasta el Tato

Aquí no hay “cofradías piratas”, aunque sí asociaciones culturales, ladinamente fundadas para salvaguardar, llegado el caso, los ingresos de sus homólogas religiosas. Quien ha permitido este carajal jurídico, no ha de extrañarse que, a las cofradías y a sus conspicuos representantes les traiga al pairo hacer apostolado, participar en la evangelización, vivir en comunión eclesial… porque entienden que esto no son más que monsergas de los curas, que no hacen otra cosa que tocar los cojones. Esto es una opinión, no un reproche. Sin duda, nadie preveía su desmedido crecimiento, que las ha transformado en un fenómeno social a contracorriente de la historia. Gobernadas tradicionalmente por las clericales oligarquías locales, en los años del nacional-catolicismo, toleraron, mal que bien, su distópico componente popular, aunque se intentó imponer un modelo de celebración a partir de algunos estereotipos de rancio abolengo castellano: silencio, austeridad, recogimiento… Toda una metáfora opuesta al bullicio que la dilatada presencia de las procesiones en la calle y los consiguientes problemas que pasos y cargadores causaban. En esta cruzada contra lo popular – sinónimo entonces de chabacano – la construcción del Museo de Semana Santa vino a echar una manita a este propósito al colocar ruedas a los pasos y acabar así de una vez por todas con el bochornoso espectáculo de los fondos. Pero, con lo que no contaron los adalides del buen gusto fue con el bucle sentimental que se propuso rescatar el censurado costumbrismo mundano de la celebración, y que su banderín de enganche habría de ser sacar de nuevo los pasos a hombros. Aquella estrategia, en la que se embarcó a los voluntariosos aspirantes, que pagaron incluso de su bolsillo la reforma de las mesas, fue todo un éxito, de manera que la Semana Santa popular, por entonces poco menos que en liquidación por cierre, creció desorbitadamente, y la cosa promete ir a más con la masiva y justa incorporación de la mujer. Que este crecimiento es todo menos religioso, lo sabe hasta el Tato, y sobra decir se produce en el contexto de una sociedad plenamente secularizada, y por tanto no tiene repercusión alguna en la lánguida vida de las pequeñas comunidades religiosas de la diócesis, por más que el obispo emérito de Sevilla – monseñor Asenjo Peregrina – ingenuamente piense que las cofradías son el “dique contra la secularización”. Igual en Sevilla lo son, pero aquí mucho me temo que no.

Esta extemporánea vitalidad del fenómeno “semanasantero” tiene mucho que ver con su autonomía eclesial, económica y social

Esta extemporánea vitalidad del fenómeno “semansantero” tiene mucho que ver con su autonomía eclesial, económica y social. Su “espontaneidad no educada” no precisa de nadie, ni siquiera de sus propios cofrades, ya que a las asambleas van unos pocos incondicionales – de las directivas se entiende – que se representan a sí mismos, haciendo y deshaciendo a su antojo, con la indiferencia cómplice de la mayoría. Su manifiesta separación del hecho religioso tiene a los clérigos desconcertados, y sin saber qué hacer, ante un problema que ha merecido incluso la atención – para mal – del Papa y su nuncio en España. Esta deriva y su modelo populista es hechura cabal de los tiempos que corren, aunque recuerde bastante al caciquismo de toda la vida, y como tal no tolera disidencia alguna; ya saben: al amigo el culo, al enemigo por culo y al indiferente aplíquese la legislación vigente. Dicho esto, ¿qué coños pinta aquí Dios? y ¿quién les ha dado a los curas vela en este entierro? ¿Ha de considerarse esto religiosidad popular? Ahí lo dejo, recordando aquella genial y efímera pintada que proclamaba: ¿Habré muerto solo para salvar el turismo? Feliz Pascua a la gran familia cofrade y buen provecho a los que la festejen con “dos y pingada”.

Suscríbete para seguir leyendo