Ebrios de Pasión

Cuento en noche de luna llena

Restos del botellón de San Martín, la madrugada del Viernes Santo del año pasado.

Restos del botellón de San Martín, la madrugada del Viernes Santo del año pasado. / Emilio Fraile

La reposición de Ben-Hur era un clásico que seguía funcionando en la programación de televisión aquellos días. Cuando Jaime irrumpió en el comedor las palabras del tribuno Messala sonaron graves: “Es una locura este mundo. Pero aún queda en él algo cuerdo: la lealtad de los viejos amigos…” Después de coger atropelladamente un par de croquetas se despidió, desde el pasillo, gritando:

-¡No tengo tiempo para cenar, he quedado a las diez con Pablo y Charli; vendré tarde!

Su padre frunció el ceño, y cabreado reprochó a su mujer el desbarajuste que reinaba en aquella casa durante la Semana Santa.

-No te pongas así, es joven, y tú a su edad hacías lo mismo.

Habían quedado en El Medieval, pero le costó encontrarlos en medio del mogollón de gente que se agolpaba a la puerta, y de la que iba y venía del cercano parque de San Martín.

-Clara me ha puesto un wasap diciendo que no le apetecía salir, pero que igual se animaba.

En San Martín, a la suave luz de las multicolores farolas, se agolpaba una joven tropa ávida de beber, colocarse, hacer el ganso o simplemente conversar. No dejaba de ser una paradoja que la noche del Jueves Santo, cuando la ciudad enmudecía con el canto del Miserere, al paso de la imagen de Jesús Yacente por la plaza de Viriato, a tan solo unos metros se celebrase un multitudinario y estentóreo botellón, a mayor gloria, no se sabía bien, de qué.

Dieron un garbeo entre la numerosa peña allí reunida. El calimocho, la cerveza, los chupitos o el bourbon ya habían hecho efecto en algunos yogurines, que, con voz descompuesta, tarareaban la machacona música que vomitaba un altavoz inalámbrico

Dieron un garbeo entre la numerosa peña allí reunida. El calimocho, la cerveza, los chupitos o el bourbon ya habían hecho efecto en algunos yogurines, que, con voz descompuesta, tarareaban la machacona música que vomitaba un altavoz inalámbrico. El Speed, MDMA, María, y otras drogas ya habían hecho efecto en “la gente sin alma que pierde la calma con la cocaína”, a la que delataban sus demacrados caretos y estrafalarias fachas. Hacía las cinco de la madrugada el personal empezó a desfilar, dejando el césped tapizado de botellas, vasos y bolsas de plástico, y un fuerte hedor a alcohol y orines. La fiesta se trasladó a la Plaza Mayor, donde el silencio, al que horas antes convocaba la campanilla del viático, había sido sustituido por la algarabía que acompañaba el rugir del “merlú”. La salida de la procesión de la mañana de la iglesia de San Juan, y en especial el insulso pero sentimental “baile” del Cinco de Copas, reunía cada año a un irrespetuoso tropel de congregantes, curiosos, turistas y beodos, atraídos por el espectáculo, ya carente del encanto que antaño tuvo aquella piadosa tradición. Brujuleando entre la barahúnda Jaime se topó inesperadamente con Clara. Llevaban un tiempo de novios. Se alegró al verla, aunque le reprochase a bocajarro el origen etílico de su contento:

-Estas bueno, más valiera que te fueras a casa a dormir.

-Solo estoy un poco alegre, pero si me acompañas te haré caso.

Vieron la procesión, y pasadas las seis, cuando la virgen de La Soledad se incorporó al cortejo, cruzaron la plaza dándose de trompicones con todo quisque, y bajando por la Costanilla guiaron sus pasos hacia la calle Villalpando. Por el camino Jaime hizo gala de una verborrea patosa, y a mitad de camino echó espontáneamente la pota. Para despejarse y mear entraron en “La Quimera”, y tras tomar una manzanilla salieron a echar un cigarro al parque de La Vaguada. Pasearon, y ya algo más entonado, Jaime cogió con violencia a Clara.

-¡Me haces daño!, ¡déjame!, apestas.

Encendido por el deseo, la sujetó con fuerza y comenzó a besuquearla y toquetearla. Clara intentó zafarse, pero su fortaleza y excitación se lo impidieron. Con brusquedad la tiró al suelo y tapándole la boca, forcejeando, la violó. Ni los gritos, en el silencio de la luminosa noche de luna llena, que devolvía los rítmicos sones de los tambores y las cornetas, ni los arañazos y golpes le detuvieron. Sólo cuando se corrió, saciado y agotado, la dejó.

Clara, sollozando, se arregló como pudo la ropa y mirándole con rabia y asco le soltó:

-¡Eres un cabrón y un mierda, no quiero volverte a ver!

Ya en casa se sintió sucia. Se duchó, para eliminar el olor a sexo, tabaco y alcohol, y sollozando se acostó pensando que aquello no le había pasado.

Jaime durmió la mona hasta las dos de la tarde. Se levantó, se duchó, comió sentado a la mesa y marchó al Museo de Semana Santa. A la puerta le esperaba la panda, a la que saludó con displicencia.

-¿Qué te pasa tronco?

-Anoche bebí demasiado y no tengo cuerpo para nada. Pese al ambiente festivo, salpicado en los fondos de continuas bromas, chistes subidos de tono y del trasiego de petacas de aguardiente, hizo la carrera callado. En el descanso de la catedral familiares y amigos de los cargadores habían preparado un banquete más propio de una romería que de un día de luto litúrgico. Jaime no quiso comer ni beber nada, y en un aparte le dijo a Charli que tenía mal cuerpo y no podía seguir, que se lo hiciese saber al encargado de paso.

Clara lloró pensando que ya nada podría devolverle “la hora del esplendor en la hierba”, y afligida maldijo haber conocido a Jaime

Pasadas las vacaciones Clara volvió a Salamanca. Estudiaba segundo de Psicología en la Pontificia. Su compañera de piso y amiga del alma, Paula, había observado un cambio en su natural alegre y extrovertido. Una tarde, a solas, Paula le soltó:

-Tía, a ti te pasa algo, ¿no quieres contármelo?

Clara le hizo un relato completo de lo sucedido, y le pidió discreción:

-Ni siquiera lo saben en mi casa. Lo más gordo es que tengo una falta y no sé qué hacer.

-No puedes tener un hijo de ese cabrón. Conozco a una amiga de mi hermana que es ginecóloga, y nos puede ayudar. En la misma consulta le hicieron un test que confirmó el embarazo.

-Lo mejor para ti es abortar, eres una cría, y el niño te jodería la vida. Piénsatelo, no es caro, y si lo haces ahora hay menos riesgos.

El asunto, por más que se quiso tapar, terminó siendo la comidilla de familiares, amigos y vecinos, aunque no llegó a denunciarse. Se señaló al culpable, y el hermano pequeño de Clara se las juró

Dejó pasar un tiempo, pero próximas ya las catorce semanas de gestación el aborto solo podría realizarse mediante intervención quirúrgica. Decidió hacerlo en una clínica en Madrid, para asegurar el secreto. Le practicaron un aborto por succión, y pese a que le dijeron que todo había ido bien, a la vuelta de unos días tuvo una fuerte hemorragia, acompañada de fiebre, que le obligó a volver a casa, y contar toda la historia. La gravedad de su estado aplacó la reacción de sus padres. Hubo que intervenirla para cortar la infección, pero los daños en el útero cercenaron para siempre la posibilidad de tener hijos. Clara lloró pensando que ya nada podría devolverle “la hora del esplendor en la hierba”, y afligida maldijo haber conocido a Jaime.

El asunto, por más que se quiso tapar, terminó siendo la comidilla de familiares, amigos y vecinos, aunque no llegó a denunciarse. Se señaló al culpable, y el hermano pequeño de Clara se las juró. Jaime, no volvió a ser el mismo, perdió sus amigos, y a punto estuvo de perder el trabajo. La atmósfera de Zamora se le hacía irrespirable, y un buen día, sin decir nada, desapareció.

Años después, se supo que lo encontraron muerto en un poblado chabolista de Madrid, en donde malvivía de yonqui.

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