Itinerario de la palabra

El viejo museo

El antiguo Museo, ya vacío, el día antes de los trabajos de demolición.

El antiguo Museo, ya vacío, el día antes de los trabajos de demolición. / Emilio Fraile

Luis Felipe Delgado

Luis Felipe Delgado

Cuando hace un par de meses comenzaron a demolerse las ya entrañables paredes del antiguo museo de Semana Santa, hoy ya desaparecido, la imaginación volvió a llevarnos por los caminos que siempre terminaban en aquel recinto redondeado, agrandado años después, que cobijó las creencias, los anhelos e ilusiones de tantos zamoranos durante varias generaciones. Allí fueron a parar nuestros sueños de procesión y allí hicieron fondo de año en año.

En la infancia no teníamos oportunidad alguna de ver los pasos en cualquier tiempo del año, encerrados a cal y canto en aquellas paneras quejumbrosas donde entraban a pares lluvias y palomas, y que tantos dolores de cabeza les dieron a los buenos de Ángel Juanes "El Nene" y Gregorio Cerecinos, cotaneros del alma, de imperecedero recuerdo para varias generaciones. Con el museo se nos abrió también el cielo al poder ver aquellas figuras y mesas cuando, mirándolas una y otra vez, quisiéramos recrear los momentos que junto a ellas o debajo de ellas, habíamos vivido tan solo días o semanas antes. Cuando a muchos zamoranos, sobre todo a los que residían lejos, les entraba la nostalgia de aquellos momentos de plena consagración piadosa y zamorana, nada mas tenían que entrar en el Museo y salían reconfortados. Allí, con ellos, hacían fondo las primeras ilusiones de cofrades, las fervorosas fatigas de hermanos de paso, el inconfundible, por amoroso, tacto de las manos del padre o de la madre en la acera sujetando las ansias infantiles de una procesión. Cuando entrabas en el museo, penetrabas en un templo sin altares pero con santos, sintiendo el débil silencio acosado por el eco de marchas procesionales tan zamoranas como telón de fondo, y un olor propio, mezcla de incienso y madera, que rodeaba los espacios hasta ayer mismo sagrados, hoy en barbecho de sueños, tan solo pisados por la lluvia o el sol.

¡Cuántas reliquias amadas albergó ese lugar!

¿Dónde fueron a parar los gestos doloridos de la Madre que estaba aquí y allá, resignada y doliente, enseñando su pena en la madera?

¿A qué lugares llevaron a ese cristo multiplicado en cruces, arriba y abajo, sobre el hombro o atornillado a ellas, que aparecían extendidas por los suelos o ascendidas a los cortos cielos de ese paisaje hoy desaparecido?

¿Dónde están los gestos blasfemos de los sayones que cercaban al Señor flagelado o camino del Calvario?

¿Y los maniquíes, inertes, vigías simulados sin norte ni camino, vestidos de estameña, velludillo o raso, blandiendo cirios, hachones o varas, paralizados en invisible procesión a ninguna parte?

Ese páramo, hoy revoltijo de escombros, era hasta hace poco un hermoso patio de vecindad en el que convivían cristos, vírgenes, santos, fieros sayones, y hasta unos animales enseñados a quedarse quietos, atrapados para siempre en su policromía

Ese páramo, hoy revoltijo de escombros, era hasta hace poco un hermoso patio de vecindad en el que convivían cristos, vírgenes, santos varones, mujeres arrepentidas, fieros sayones, siervos bellacos, altivos soldados, escribas arteros, y hasta unos animales enseñados a quedarse quietos, atrapados para siempre en su policromía. Todos eran un pedazo de la Escritura, trabajada y narrada a la manera de Zamora.

En ese sitio llegaron para quedarse la alegría, la pena, la nostalgia, la curiosidad… En él estuvieron juntos los oficios y los tiempos, la destreza y la hermosura, más unidas que nunca, los aparejos y las encoladuras, las gubias y los tintes. Allí, cuando aún estaba en pie ese armazón de hierros y cementos, la piedad se detenía a reposar de su labor. La belleza guardaba reverente silencio entre las benditas esculturas. Una música triste, que se había subido a la nostalgia, envolvía de sentimiento las figuras, sus siluetas, rasgos y formas. Hoy, en el vientre del suelo, permanecen los restos de aquellos tabiques que supieron contener tanta emoción como allí se encerraba.

¿Dónde se han ido los hombros y los esfuerzos que llegaban hasta él una ansiada madrugada, una bendita tarde o una rendida noche, para llevarse a Cristo y a su bendita Madre por cualquier calle o plaza? ¿Dónde han ido a parar las nobles maderas del árbol, convertidas en regia orfebrería, que ocultaban a los ojos del mundo la penitencia hecha a pulso allí dentro? ¿Qué fue de su sacrificada misión?

A ese paraje, hoy demolido, regresará un día la fe con la emoción de la mano. Y si Dios quiere, mejor que sea más bien pronto que tarde

En ese suelo, hoy desnudo otra vez, se alzaban los vivos ímpetus de la penitencia hermanada, más estrecha que nunca. ¡Atentos! Uno, dos, tres, arrribaaaaaa… Y allí se supo de verdad hasta dónde llegaba el sacrificio en esos días de misterios tan altos.

¡Cuánta pena, Dios, ahora, contar las ausencias queridas en los banzos! ¡Y cuántas oraciones por ellos surgieron entre lágrimas tantos años y cayeron en ese pedazo de tierra ahora asolado!

Ese antiguo huerto, y antes cementerio, un pedazo de historia tan cercano al motín de la Trucha, vio juntar, un día ya lejano, páginas sencillas, hechas de madera y de fe, de un evangelio del pueblo, trabajadas con el corazón, desparramadas hasta entonces, a merced del fuego o del derrumbe, desprotegidas y olvidadas salvo en los días de la Pascua.

Sobre ese campo de deshechos, hoy enrasado, Zamora quiere levantar otra vez un gran templo de sueños y devociones, en el que, con las esculturas que tanto ama y venera, vuelva de nuevo a mostrar al mundo una Pasión pobre y sincera, simple y honda a la vez, pura, tan lejana de liturgias pomposas y vanos rituales, una Pasión fascinante, hecha de reliquias queridas a golpe de oración y de costumbre. A ese paraje, hoy demolido, regresará un día la fe con la emoción de la mano. Y si Dios quiere, mejor que sea más bien pronto que tarde.

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