Calma y violencias, sonrisas, pasmos, contracciones y los más forzados equilibrios componen una impresión insoportable. Estoy en un tumulto de criaturas congeladas donde cada una pide, sin obtenerla, la inexistencia de todas las demás.
Paul Valery. “El problema de los museos” 1923.
Una irónica casualidad quiso que el derribo del viejo Museo de la Semana Santa de Zamora me pillara estudiando a los futuristas y su furibunda cruzada contra los museos. El “Manifiesto Futurista”, publicado el 20 de febrero de 1909 en “Le Figaro”, y firmado por Filippo Tommaso Marinetti, instaba a destruir y quemar los museos por considerarlos cementerios del arte. Cuánto hubieran disfrutado Tommaso y sus chicos aquel mediodía de primeros de febrero cuando, tras varias jornadas de trabajo, la fachada del museo era reducida a escombros ante la mirada curiosa de la prensa y un puñado de frikis nostálgicos.
El manifiesto era duro y provocador, como corresponde a su tipología, pero alimentaba un debate constante desde que existen los museos. Salvando las distancias oportunas -y más de un siglo después-, durante el “I Congreso de la Red Europea de Celebraciones de Semana Santa y Pascua: la Semana Santa, un Patrimonio Común”, celebrado en 2021, reflexionamos largo y tendido sobre este asunto, particularmente sobre la difícil musealización de la Semana Santa, subtítulo de mi contribución al citado encuentro. En el II Congreso, que ha finalizado hace apenas unos días, se ha debatido intensamente sobre los riesgos de un exceso de “patrimonialización” de la religiosidad popular y de los peligrosos efectos que este proceso puede tener para la sostenibilidad de ésta.
El Museo de Zamora fue un proyecto interesante (sin duda, cargado de buena voluntad), que solucionó algunos problemas, pero que provocó –o catalizó-, otros. Es evidente que, pese a su modestia, ha sido útil para la conservación -o al menos para el mantenimiento-, del patrimonio cofrade, al tiempo que ha solucionado –y soluciona aún a varias hermandades-, un serio problema de almacenaje. Del mismo modo, y a pesar de la alteración de su relato inicial, ha sido positivo para la difusión cultural de la Pasión zamorana y su promoción turística. Sin embargo, no tengo tan claro, y así lo expuse en el citado encuentro, que el museo haya sido tan positivo para la vida de las cofradías, al menos si nos ceñimos a los aspectos cultuales y devocionales.
¿Queremos un nuevo museo? ¿O tan solo pretendemos un nuevo “guardapasos”, más grande y con pretensiones? Es evidente que un edificio no hace un museo
El Museo ha sido cómplice de que varias imágenes titulares que, en otros momentos presidieron las capillas de las corporaciones, pasaran el año en un “garaje visitable”, lo que constituye un hecho diferencial y una profunda anomalía, muy difícil de explicar a los cofrades que nos visitan. En 1974 José Vara Fínez consideraba, en un escrito publicado en la revista Merlú, una “futilidad”, carente “de fundamento y de lógica”, que imágenes como el Cristo de las Injurias, Nuestra Madre de las Angustias o la Virgen de la Soledad, permanecieran en sus templos. Éstas finalmente se libraron de ser “patrimonializadas”, pero otras no corrieron la misma suerte y acabaron atrapadas en el Museo. Las más afortunadas consiguieron el indulto y regresaron -con más o menos dignidad-, a las iglesias. Aun así, alguna que había conseguido -no sin esfuerzo-, capilla y culto, tuvo que regresar al redil, donde ha permanecido hasta el último traslado, previo al derribo, el pasado mes de octubre. Más allá de los cambios en las condiciones de temperatura y humedad, me pregunto cómo le estará sentando a alguna de ellas convivir con cultos de forma frecuente. Habrá que investigar si están padeciendo algún tipo de alergia litúrgica que los técnicos del Centro de Conservación y Restauración de Bienes Culturales de Simancas tengan que tratar en el futuro. Ríase vd. de los xilófagos…
El Museo llegó a la madurez algo maltrecho, colapsado hasta el empacho –a pesar de la ampliación de los 90-, debido a la desmedida afición de las cofradías por coleccionar pasos –y cachivaches procesionales no identificados-, en los años del cambio de siglo, y con una acusada demencia senil en cuanto al discurso museográfico. Se había convertido en un mero “guardapasos” (término de tremenda honestidad semántica con la que se conocen este tipo de instalaciones en el contexto castellano manchego), sin nada –o muy poco-, que contar, por más que nos mostrara una buena parte del patrimonio cofradiero de la ciudad. En 2014, con motivo del 50 aniversario de su inauguración, presentamos un austero y humilde plan de mejora discursiva del centro que parcheara su errático relato, proyecto, que no llegó a buen puerto, entre otras razones, porque algunos de los titulares de piezas se negaron a cambiar de “plaza de garaje”. En cualquier caso, hacía muchos años que el establishment pasional clamaba por un nuevo -y más grande-, museo. Era cada vez más evidente que el abuelo había envejecido mal -en realidad le habíamos dado mala vida-. Le queríamos, pero ya no nos servía, así que la eutanasia pareció la salida más oportuna para el viejo. Funeral de estado –sin ayuno de plañideras como en los mejores entierros de postín-, plegaria a San José para que le procurara una buena muerte y a demoler. Han sido numerosos los “ayes” y elegías por el difunto, tristes pero esperanzados en una pronta –y mejorada- resurrección: “¡El Rey ha muerto, viva el Rey!”.
Ahora bien ¿Queremos un nuevo museo? ¿O tan solo pretendemos un nuevo “guardapasos”, más grande y con pretensiones? Es evidente que un edificio no hace un museo, y, sino que se lo pregunten a la Junta Mayor de Cofradías de Torrevieja. Por otro lado ¿tienen claro las cofradías titulares de las colecciones lo que implica –y lo que exige- tener sus piezas en un museo de verdad? Y…, ¿vamos a seguir encerrando en un museo imágenes que deberían recibir culto en los templos? Estamos ante un reto complejo -donde deberíamos demostrar esa categoría cofrade -de la que con tanta frecuencia presumimos-, y que presenta dos vertientes: la primera conseguir un centro que se acerque –al menos que tienda-, a lo prescrito por el Consejo Internacional de Museos -que ha actualizado sus tesis en su última asamblea celebrada en Praga el pasado mes de agosto-, y la segunda que sea sensible con aquello que se está musealizando.
Se da la paradoja, casi contradictoria, de que estos dioses -en este caso la Semana Santa-, no solo no están muertos, sino que continúan creciendo (otra cosa es que lo hagan en la dirección adecuada)
Confío que el proyecto museológico realizado por Alberto Martín nos lleve a buen puerto en el primero de los retos. Para el segundo resulta esclarecedor un trabajo de Pedro García Pilán publicado en 2013: “Museos festivos: de la religiosidad popular al patrimonio cultural”. Siguiendo la estela de Paul Whestheim (que habló del museo como moderno “refugio de los dioses muertos”), o de Theodor Adorno (que afirmaba que “el museo y el mausoleo no están unidos sólo por una asociación fonética”), Pilán sostiene que la musealización de la pasión obedece a un proceso de actualización de la tradición que está transformando la religiosidad popular en patrimonio cultural al tiempo que la seculariza, es decir, la vacía. Se da la paradoja, casi contradictoria, de que estos dioses -en este caso la Semana Santa-, no solo no están muertos, sino que continúan creciendo (otra cosa es que lo hagan en la dirección adecuada). En este sentido la tradición se convierte en una poderosa activadora de nuevas sacralidades, que se expresan a través de modernos y nuevos espacios rituales.
Sin duda el que este tipo de manifestaciones presente una musealización compleja y difícil, nos parece todo un ejercicio de resistencia. No deja de resultar significativo que, en Sevilla y Málaga, ciudades de amplia tradición -y donde las cofradías presentan una estructura social notable y una actividad cultual regular-, los museos -y en este caso no eran exactamente “museos de pasos”-, hayan terminado fracasando por la divergencia de los intereses de estos con las necesidades de las hermandades.
El Museo de las Cofradías de Sevilla, que quizás, siendo justos debería -al menos-, compartir el título de pionero con el de Zamora (ya que, aunque se inaugura en 1965 es proyectado en los años 50), se cierra diez años después de su apertura por falta de interés de las propias cofradías. Y se trataba de un proyecto muy notable en cuanto a su estructura, medios y personal, cosa de la que adoleció siempre su homólogo zamorano. En cuanto al Museo de la Semana Santa de Málaga ha dado varios bandazos desde su inauguración en 2010, reabriendo en 2017 como museo de la Agrupación de Cofradías y sede de exposiciones temporales y siendo remodelado de nuevo en 2022. Sevilla ha retomado el proyecto en los últimos años con bastantes voces discordantes y cierta apatía de las corporaciones. “Ni la forma de vivir la Semana Santa se puede encerrar detrás de una vitrina, ni es el lugar adecuado para las imágenes”, escribía Antonio Burgos en 2019.
Más allá del aspecto del continente, ya sea ladrillo, plástico, debemos vigilar el contenido para que la esfera patrimonial no termine por vampirizar a la simbólica, y mucho menos entorpecer la cultural
Regresando a la cuaresma zamorana, debo reconocer que me resulta tremendamente curioso el ataque de “purismo” que ha emergido con el asunto de la carpa que albergará, -cual “tinglao” malagueño en los años 70-, los pasos durante estas semanas. Que se le hagan ascos a la carpa en una ciudad en la que muchas de las procesiones se han iniciado (o terminado) en una “carpa de ladrillo” desde hace más de 50 años, y que en los últimos años ha extendido la costumbre de salir “al barullo” de la calle abandonando las iglesias como lugar de salida (en algunos casos sin ninguna necesidad más allá de la comodidad de los celadores), es digno de estudio. Supongo que ahora que la han disfrazado de catedral se habrán serenado las almas inquietas. ¡Toma trampantojo..!, luego el “barroco” peligroso soy yo.
Lo que está claro es que más allá del aspecto del continente, ya sea ladrillo, plástico, debemos vigilar el contenido para que la esfera patrimonial no termine por vampirizar a la simbólica, y mucho menos entorpecer la cultural, en un proceso que Pilán denomina “apartamiento ritual” y que termina vaciando de contenido las piezas musealizadas. Así pues, trabajemos para que el nuevo museo no “vacíe” nuestra Semana Santa, de lo contrario no será más que una carpa de diseño que habrá costado varios millones de euros de dinero público: “aunque la carpa se vista de piedra –o de catedral-, carpa se queda”.
Feliz Domingo de Laetare a todos, “Lætare, Jerusalem: et conventum facite omnes qui diligitis eam”.