La Opinión de Zamora

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Itinerario de la palabra: El caperuz

REFLEJO DE LAS SOMBRAS DE LOS COFRADES DEL SILENCIO EN LA FACHADA DEL CONSEJO CONSULTIVO EMILIO FRAILE

El caperuz, desnudo, ahormado de cartón y papel resinoso, se quedó sobre el tejado enmaderado de la vieja alacena del desván, allá donde va todo lo inservible y desgastado de la vida. Hoy lo llaman trastero y queda más a mano. Es en realidad el cementerio de las nostalgias, de los avíos pasados de moda, de los pertrechos con los que la vida formó un tiempo y habitó en él. Pasados estos días de cenáculos y sacrificios y después de haber cruzado caminos trazados de cruces y de nostalgias, el caperuz, desnudado de la gloria de una tela antigua y regia, se va al lugar al que van a parar, con él y en silencio, juguetes sin cuerda ya desgajados de niñez, cuadros desvaídos de luz y de belleza, objetos desmemoriados de infancia, libros que ya no enseñan nada, jarrones mordidos por la rareza, a contrapié de estilo, figurillas que, al ser mutiladas, perdieron su sitio en la sobria elegancia del salón o del recibidor y los almohadones desinflados de textura o los juegos de colchas maceradas por la turbiedad del uso.

No es un disfraz, sino una revelación. No oculta la penitencia aunque lo parezca, la pregona

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El caperuz, testigo principal de días solemnes, aparece en un rincón, aprisionado por el olvido, encerrado en un armario que guarda las pequeñas reliquias de una celebración gastada de años y de ausencias, medallas, cruces, decenarios, insignias. Alguno besó las sienes de un ser querido, hermosa herencia de cartón veteada por la huella de su sudor, hasta que le abandonó la prestancia de su hechura y se quedó allí por si fuera necesaria su utilidad deprisa y corriendo. Abrazado a la oscuridad, apuntando a la nada con su punta quebrada, el caperuz, en ese laberinto de despojos, aparece como un centinela que vigila el paso de los días, sabedor de que llegará su regreso a la calle donde se levanta una procesión en estos días y que jugará un papel fundamental en recubrir de fe el rostro humano y de velar y por ello hacer mas íntima la penitencia del cofrade. En un caperuz caben fantasía y memoria, júbilo y pena. En su tamaño encaja no solo físicamente una cabeza sino una emoción sobre todo. Ahí dentro camina cubierta con el cartón una costumbre piadosa, una tradición admirada y querida, asumida como un legado irrenunciable. Pero eso sí, reservada, escondida a los ojos de los hombres, que no de los de Dios. No es un disfraz, sino una revelación. No oculta la penitencia aunque lo parezca, la pregona.

Itinerario de la palabra: El caperuz

El caperuz tiene otros numerosos nombres, desde el primigenio sentido cruento, culpable y redentor del siglo XV, hasta dos siglos más tarde en que Sevilla lo incorpora a las procesiones de Semana Santa. Capuz, caperuza, cucurucho, capirote, capuchón, capirucho, son algunos de los nombres que bautizan ese cartón en forma de cono invertido que inventó la crueldad tantas veces injusta de la Inquisición para señalar públicamente a sus procesados como herejes, criminales de la fe y que hoy es el símbolo más notorio que nos acerca hasta la Cruz o que envuelve dolores y muertes en esas manifestaciones de piedad que dan forma a la Semana Santa española.

El primer caperuz de mi infancia, el del Silencio, lo hizo José María Alejandro en su taller de Ramos Carrión, esquina a la hoy plaza de Viriato, el señor Alejandro midió mi cabeza, tomó nota en un cuaderno, y me dijo que volviera a los tres días

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Aquí en Zamora, el primer caperuz de mi infancia, el del Silencio, lo hizo José María Alejandro, el maestro, como le decían. En su taller de Ramos Carrión, esquina a la plaza de Cánovas, hoy de Viriato, el señor Alejandro midió mi cabeza, tomó nota en un cuaderno, y me dijo que volviera a los tres días. Fue un gozo vivir aquel rito por vez primera entre cartones, engrudos, tijeras y aquella desgastada cinta métrica colgada del cuello de su guardapolvo. Me lo probó y pude cumplir mi primer paso por esta Semana Santa tan amada. De ahí a don Sandalio García Casado. La tela roja como una amapola, tenía la virtud de la suavidad, y la pequeña túnica, un bajo bien metido para que pudiera valer hasta la adolescencia. Luego, el pañuelo al cuello, el cíngulo, el decenario, los blancos guantes. ¡Mi sueño estaba tan cerca! Aquella tarde del Miércoles Santo está grabada a fuego en mi memoria con el amor de madre que me vistió y ahora, cuando aquella escena parece tan lejana, recobra toda su emoción aunque esté muy lejos físicamente de ese claustro y momento y no estén ya sus manos para ponerme la túnica y colocarme el caperuz. Aunque en verdad las siento siempre vivas en mis mejillas, y más en esa misma tarde.

Pasaron por sus manos, según contaba un día, más de cien mil libros a los que dio una nueva vida. Ah, y había nacido en el barrio de San Frontis, casi nada. Por eso su única cofradía y su único caperuz fue el del Vía Crucis

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Apunté antes el nombre de José María Alejandro, el maestro como le llamaba todo el mundo en aquella Zamora de antes y después de la guerra. Bien merece que lo sitúe hoy al lado del caperuz del que fue artesano indiscutible. El señor Alejandro fue un extraordinario encuadernador, que con veinte años conoció el mundo de la imprenta y llegó a consagrarse a la restauración y aderezo de los libros como obras maestras del cuero repujado devolviéndolos a la vida que perdieron algunos, siglos antes. Después de pasar por la imprenta de García Villaplana, puso tienda y taller en la calle Zapatería, luego en Balborraz y finalmente en Ramos Carrión donde le conocí y fabricó mi primer sueño de caperuz. Antes de encontrarse con su verdadera vocación hasta trabajó en una farmacia de Fuentelapeña. Nacido en 1898, en plena catástrofe nacional de la guerra de Cuba, vivió mucho más de cerca otro desastre, el de Annual en tierras africanas, en 1921, a las que fue a cumplir el servicio militar. Fue Medalla de Oro del Trabajo, artesano distinguido y reconocido en todo el país por la brillantez y perfección de sus trabajos de encuadernación. Manejó el cuero y el cartón con tal destreza y perseverancia que le concedieron tal distinción.

Pasaron por sus manos, según contaba un día, más de cien mil libros a los que dio una nueva vida. Ah, y había nacido en el barrio de San Frontis, casi nada. Por eso su única cofradía y su único caperuz fue el del Vía Crucis. Hasta se permitió el lujo de ser poeta y actor de teatro. Porque en su taller nació el grupo Juan del Encina. Palabras mayores.

En esta tarea de los caperuces tuvo un digno sucesor, Eugenio Domínguez García, que continuó con el mismo empeño y dedicación otro montón de años. El paso del tiempo ha retraído su uso con el empleo de la malla y rejilla, que lo hace más ligero y cómodo. Hasta la penitencia busca formas más fáciles. Pero el clásico, el de cartón, que vistió de rojo mi primer anhelo cofrade, sigue en pie, acodado en ese otro desván de la memoria, en el que permanecen vivos tantos y tantos hechos de estos santos días, sin que, por ahora, los desdibuje olvido alguno o los sepulte el peso de la edad.

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