El relato de la Pasión y muerte del Señor es el capítulo más largo de los evangelios. Y sorprende que de un sanador y predicador de éxito se escriba por extenso su final tan lamentable. Huele a morbo, que diría un escéptico. De ese relato cruento se deduce, si se desconoce el sentido redentor de la crucifixión, que nada cabría esperar de un personaje que vivió sus mejores días brevemente pero largo le pusieron el fin. Sus enemigos se frotaban las manos por el triunfo, Pilatos en la palangana, y otros antes, junto a la hoguera que les permitía pasar la noche mientras a Jesús le empezaban a dar brea. Pedro lo vio. Y un cruce de miradas con el Señor le produjo un tsunami de lágrimas y remordimientos. Habían puesto a andar la maquinaria de la conspiración para acabar con aquel cantamañanas que se creía el Mesías. Todo fue muy rápido, y con nocturnidad, procesalmente hablando, aunque la noche de autos, tortura, vejación y bofetadas, debió de hacerse interminable para un reo que aún le quedaba cargar con la cruz y una muerte lenta e insufrible como pocas. Todo salió a pedír de boca para los que embaucaron a Judas porque fueron multitud las que gritaron: ¡crucifícale, crucifícale! Y si el propio reo dijo antes de expirar: “Todo está consumado”, igualmente lo veían quienes amañaron la condena y el tormento : “muerto el perro se acabó la rabia”. Dios me perdone la expresión, pero eso pensaron las autoridades implicadas (con el INRI de remate) tras la crucifixión. Y que “allí se acabó todo” también lo daban por hecho la mayoría de sus discípulos, que ahuecaron el ala y buscaron escondido nido de refugio.

Aquel triunfador entrando en Jerusalén como campeón de liga, sobre una borriquilla, se convirtió, visto y no visto, en un enemigo público que había que quitar de en medio, porque “ el Templo, la Academia y el Banco estaban contra él”, como escribió Giovanni Papini en su famosa Historia de Cristo.

Pero poco más tarde, cuando lo daban por muerto y bien muerto los que le condenaron, resulta que daba más guerra que antes en boca de sus seguidores quienes empiezan a sacar pecho, por quien acabó con el pecho alanceado. Se arranca Pedro -como podemos leer en los Hechos de los Apóstoles (Hechos, 9, 34-43) deduciendo de sus palabras que “ríe mejor quien ríe el último”, y aquello sonaba a chiste porque para la “casta” estaba bien claro quién había ganado. Y ese loco pescador, hablando del triunfo de la muerte y el retorno del muerto. ¡Ja!. No era fácil entender el órdago de un cabezota, arriesgando por su Maestro. Ese va de farol, pensaban. ¿Qué es eso de poner en valor la muerte? ¿De qué salvación hablan esos chiflados?

“Tú nos dijiste que la muerte no es el final del camino…”, cantamos en la iglesia y, con solemne paso fúnebre en Zamora tras el paso de “ La Tercera caída”.

Tomemos nota y aprendamos a llevar la cruz que, como reza en la novena de nuestro Santísimo Cristo de los afligidos de Villarrín de Campos: “... En ella está la vida, en la cruz la protección contra los enemigos, la celestial suavidad, la fuerza del alma”

Todavía nos cuesta hoy comprender del todo a la Santa de Ávila cuando escribe: “ Vivo sin vivir en mi/ y tan alta vida espero/ que muero porque no muero…”. ¡Cuánta prisa por irse a mejor vida cuando tan agarrados estamos a ésta por instinto! Pero para Santa Teresa, como ella misma escribe, el “Ecce homo” hecho una piltrafa de hombre, le llevó a Dios sin remedio.

Así que pongámonos en la piel de los que escuchaban a aquella panda de ilusos, los apóstoles y discípulos de Jesús, que celebraban lo que cualquiera tendería a olvidar y pasar página: la muerte horrenda de un convicto.

Algunos pagaron pronto, con la muerte, su entusiasmo de forofos del que entró aplaudido en Jerusalén, hablamos de Esteban y, en el polo opuesto, de un paramilitar furibundo llamado Saulo que se esmeró en la caza de aquellos cachorros del cristianismo pionero hasta que cabalgando se dio de bruces contra el suelo, con la mala-buena fortuna que cayó encima de Jesús, es un decir, y empezó a notar bajo las costillas algo más blando que la dureza de su mollera. Le estuvo bien. Le tiró el caballo de sí mismo, que aunque era pequeño de estatura, le tenía muy subido de tontería el odio a los primeros judeocristianos, como él confesó en sus cartas.

Pablo, una vez convertido, fue más peligroso, si cabe, que Cristo porque se convirtió en el “virus” más activo de las ideas del galileo crucificado que, al cabo, no traspasó el límite perímetral del territorio judío. La “cepa paulina” era tan contagiosa que despertó suspicacias también entre los barones, empezando por Pedro.

Pablo no paraba y jugaba con ventaja por su labia pues era más estudiado y de mejor casa que los apóstoles. También era culo de mal asiento y se lanzó a contaminar el imperio con pequeños aerosoles de la nueva doctrina, a los llamados gentiles, es decir la gente no judía, no circuncidada, o sea sin papeles. Pero como se sabía la lección con nota, y aprendió pronto, a pesar de no haber tratado en vida con el Maestro, se atrevió a predicar a gente de letras, en Atenas, donde le tomaron por loco y hubo de poner pies en polvorosa, porque en el areópago les parecía aquel rollo paulino una tomadura de pelo.

Decía, que Saulo era más peligroso que Cristo porque se movía mejor, tanto en la clandestinidad como en plena calle. Y a mayores era ciudadano romano, lo que le daba cierto salvoconducto en ocasiones y si fuera el caso, como ocurrió, derecho a juicio romano. Y (como Gandy) , renegaba de la violencia, pero en ello estaba cuando fue testigo cómplice del linchamiento de Esteban; y para ganarse el pan también tejía, como el lider hindú. Saulo manejaba la sinhueso y la escritura, dominaba el telar y la doctrina; era un crack en toda regla. Tuvo idea de venir a España. Acaso le llegó noticia de que aquí nos gusta la charleta y se dijo: allí hay buen rollo, podría acercarme; no es mal plan. Ganas no le faltaron, como se puede leer también en sus cartas que vienen a ser la “guía de lectura” del mensaje de Jesús, o si se quiere, la primera tesis doctoral de la nueva doctrina, al alcance del pueblo.

Lo cierto es que a España llegó el cristianismo por el camino de las legiones. Santiago apóstol no tuvo demasiado éxito cuando cayó por estos pagos, pero, como Jesús, la batería de su doctrina se recargó en su tumba. Lo que vino después ya lo sabemos: El Camino; un cable alargador de fe cristiana que cruza Europa.

No lejos de donde escribo, se descubrió uno de los vestigios más antiguos del cristianismo peninsular: el llamado “Crismón de Quiroga” un disco de mármol con la sigla de Jesús en griego; una rodela que me recuerda un platillo volante, a punto de aterrizar, pues los primeros cristianos eran mirados en su tiempo tal que marcianos o extraterrestres que causaban inquietud, como poco. Santiago murió en Jerusalén, se lo cargaron en su tierra y no tenemos atestado ni de la detención, ni la sentencia. Ahora el Santo patrón de las Españas corona el parteluz de su catedral gallega, sentado como un juez y apoyando la mano sobre un bastón con cara apacible y acogedora, como diciendo al peregrino:

—“Te estaba esperando. Has andado un largo camino, cruza este arco de gloria, has llegado a la meta por tu propio pie, tienes mérito, a mi me trajo un milagro. Mira cómo cantan las piedras con cara de ángeles y ancianos”.

El peregrino alza la mirada y en el tímpano del Pórtico de la gloria ve la orquesta de piedra que toca para él, dirigida por el gran pantocrátor: un enorme Cristo sentado en majestad con los brazos alzados, mostrando las llagas y escoltado a su derecha por ángeles que portan una cruz y a su izquierda otros ángeles con incensarios y atributos de la Pasión. He aquí el inocente librado de la muerte por la muerte. El “ecce homo” transmutado en “ecce deus” porque, como leemos en el Apocalipsis, que ocupa partes esenciales narrativas del Pórtico: “Él es el que fue, el que es y el que será”.

Y San Pablo, aquél fanático peligroso, el paramilitar que campó a sus anchas, por un tiempo, a la caza de cristianos escribió: “Si Cristo no ha resucitado, vana es nuestra fe”.

Por lo que respecta a nuestros días, atribulados como andamos todos, cabe concluir que sin la fe en la Muerte y Resurrección del Señor, vana sería toda procesión.. En el binomio: “sentencia y gloria” queda resumido el programa de la Semana Santa. Creo que es de San Agustín la expresión: “Oh feliz culpa que nos mereció tan grande Redentor”.

Yo añado que malamente nos la merecemos porque nos sentenciamos con los mismos errores de siempre: egoísmo, guerras e injusticia.

Nos queda siempre a los creyentes, el recurso de un abogado divino que mira por nosotros y nuestra culpa; sabe de lo nuestro porque antes Él fue un perdedor. Ahora disfruta de la gloria, pero el triunfo le costó caro. Tomemos nota y aprendamos a llevar la cruz que, como reza en la novena de nuestro Santísimo Cristo de los afligidos de Villarrín de Campos: “... En ella está la vida, en la cruz la protección contra los enemigos, la celestial suavidad, la fuerza del alma, el gozo del espíritu, y nuestra salvación.”

A nuestro Santo Cristo lo tenemos siempre ricamente vestido y pocas veces sale en procesión. No abandona fácilmente su trono. Tampoco nos abandona.