La ciudad estaba desconocida. Hacía días que su ritmo no era el de costumbre, las gentes se movían nerviosas sin saber muy bien qué buscaban y en el aire flotaba una especie de ebriedad contenida, un como no sé qué de celebración a punto de reventar. Los establecimientos hoteleros habían colgado el cartel de “completo” y a medida que pasaban las horas aumentaba la excitación en calles y plazas. Finalmente explotó. Fue un Domingo de Ramos. Comenzaba la Semana Santa y con ella la profesión pública de fe de un pueblo atrapado entre lo sacro y lo pagano, entre el recogimiento y la fiesta, entre la religión y el mito.

El hombre estaba absorto, parecía ausente. Había regresado a Zamora después de mucho tiempo y ahora esperaba la llegada de la Vera Cruz en los alrededores de la Plaza Mayor engullido por una inmensa marea humana que bajaba del casco antiguo y lo zarandeaba a su antojo. Sintió que se mareaba. Le faltaba el aire. Cerró los ojos y de improviso se vio en la infancia. Él era un niño y estaba en la parte central de la plaza de Viriato tiritando y con los ojos muy abiertos; la luna estaba ya alta, lo recordaba bien. Los años habían pasado con velocidad de vértigo pero parecía hubiese sido ayer cuando de la mano de sus padres y con los bolsillos llenos de almendras garrapiñadas conoció la procesión del Yacente por primera vez.

Primero fue la luz macilenta de los hachones que proyectaban sombras fantasmagóricas sobre las fachadas en penumbra, luego el cadencioso caminar de los hermanos, los pies descalzos de algunos y el sobrecogedor silencio. Después el olor a cera quemada, los capirotes, el tintineo de las esquilas y aquellas enormes cruces de madera arrastradas a duras penas sobre un empedrado que gemía a medida que los penitentes avanzaban. Cerraba el cortejo un recién ajusticiado; un hombre del pueblo, desnudo y entre velones.

Las escenas se sucedían una tras otra con esa disciplina propia de los grandes ceremoniales donde todo está escrito y nada es casual. ¡Incluso la noche y las estrellas formaban parte de la representación!

En la gélida madrugada de aquel lejano Jueves Santo, oyendo la voz desgarrada de los encapuchados implorar misericordia, su cuerpo de niño no era consciente del cansancio o del sueño, ni tan siquiera del aire helado que le abrasaba la cara porque, ya entonces, la curiosidad era más fuerte que su dolor. Ahora, con la Vera Cruz volvían las sensaciones que durante mucho tiempo permanecieron arrinconadas en el desván de la memoria y él creía perdidas. El eco del bombardino y los cantos castellanos frente a la iglesia de San Claudio, el traqueteo de las carracas, las cornetas desafinadas, las túnicas de estameña, el juramento, el Barandales, las lágrimas de una madre...

Hace rato que la procesión de La Santa Vera Cruz está en las calles. Los cargadores bailan, justo donde nuestro hombre se encuentra, el paso. Se trata de la Flagelación, un grupo escultórico formado por sayones de cartón-piedra con siniestra mirada que flagelan sin piedad a un Cristo semidesnudo y maniatado. La multitud contempla en silencio la ignominia. Algunos se santiguan. Hay quien suspira. Otros fruncen el ceño. Quizás alguien rece.

El hombre prueba a separar los ojos del paso por recuperar el sentido. No puede. Lo vuelve a intentar y es entonces cuando sorprende en el “Calvito”, ese popular personaje de los barrios bajos que el maestro imaginero inmortalizara, una sonrisa pícara y lo que parece ser un guiño de complicidad antes de darle la espalda y perderse calle arriba camino del calvario…

Es difícil de creer. Resulta de todo punto imposible que tal ocurriera, pero lo cierto es que ha pasado el tiempo y el hombre sigue jurando que así fue.