Cada año, cuando el invierno encoge su bravura y se achica, nos encontramos por la vida con señales que nos avisan de la llegada de un nuevo tiempo de Pasión. Uno más. ¡Y ya son tantos! Son señales aparentemente superficiales, inapreciables para muchos, que, sin embargo, cobran un valor añadido al ungirlas de sentimiento. Están entre la rutina de tantos días de diario, inadvertidas tantas veces. Aparecen sin pompa alguna pero hay que pasar por ellas para llegar al corazón de la celebración. Son el prólogo del tiempo ritual que se acerca. No forman parte del tronco fundamental de la celebración pero, de alguna forma, vividas desde la niñez, o resaltadas en la familia, conducidas por la amistad, ya añeja, o simplemente por un rito costumbrista, nos ligan a esos días santos y ponen de nuevo en pie muchas vivencias. Son como pequeños aderezos que decoran la belleza de ese tiempo de vísperas que vivimos con la mirada puesta en la distancia, ya en las palmas y barandales, y quizás por ello, no reparemos en ellas estando al lado, acompañando nuestro paso.

La primera y las últimas vienen con el curso de la propia tierra. Balbuceos de primavera, sin duda. El almendro adorna los días aún fríos de la última esquina del invierno. Los almendros asilvestrados de Valorio contemplan la lejanía de la ciudad acompasada en nieblas, saludándola con su primera albura. Los almendros del camino de Carrascal miran al Duero desde los bancales en los que posan su leve nieve de pétalos. Otros muchos levantan aquí y allá su enlucida fronda en los paisajes que orillan la ciudad. Todos ellos se aúpan sobre la luz de sus flores para decirnos que es tiempo de esperanzas aún en la lobreguez ritual y rígida de la Cuaresma, cercada todavía por nieblas y aguavientos. Proclaman, desde la brevedad de su blancura, que la Vida y la Muerte llegan unidas, juntas, un año más, en una gloriosa conmemoración de devociones y sangres. Zamora no se viste estas vísperas de Pasión de flores de azahar, sin clima propicio, pero sí de almendros. No presume de fragancias de jazmines, adornados de sol pero sí del aroma de las lilas, arañadas por las últimas escarchas.

En el penúltimo paso de los fríos, llegará la señal del carnaval, cruzando el puente de los misterios, que exhibirá todas las alegrías y frenesíes de unas jornadas, agazapadas tras la máscara de una frágil y efímera carcajada. La levedad de la vida expuesta sin ambages entre la razón y la locura, entre apariencias y fingimientos. La farsa domina unos días vueltos de al revés, disfrazados para burlar, posiblemente, la realidad o tratar de olvidarla.

Y de inmediato, otra señal, la de la cruz, hecha sobre la frente con ceniza, nos invita a pensar que, más allá de las prisas de cada día, sean para alcanzar la fama, la riqueza o el placer, viven juntos el amor y el perdón, la amistad y la comprensión, la verdad y la justicia, valores que tantas veces escondemos por comodidad, codicia o desidia. Alzado sobre una liturgia ancestral, ese signo de ceniza que aspa nuestra frente es la puerta de entrada al tiempo que, de la mano de la penitencia, nos dirige a la Pascua. Señal de cruz.

En la niñez, los caballitos de Botiguero, con sus insistentes alaridos y sirenas de feria, eran señal de que llegaban esos días devotos de glorias y gozos. Ahora ya, con tanto juego electrónico casero, el carrusel de las tómbolas y los coches de choque, de los caballitos y las norias, ha disminuido su atractivo. Aún así, ahí siguen los feriantes plantados en la mitad de la cuaresma, fieles a su costumbre. Otra señal.

A medida que pasan los días, estas señales son más nítidas y firmes. Se ensayan músicas y voces, cornetas y salmos, salves y marchas. En las puertas de las tiendas, en lugar preferente, se sitúan los carteles de los actos de culto en honor de las imágenes más queridas. Triduos, quinarios, novenarios, viacrucis. Y en los hornos, muchos de ellos alejados ya de las arterias principales de la ciudad, emana un olor de aceitadas y de rebojos, de magdalenas y bollos que gobernarán las alacenas y las camillas en jornadas de tantos visitantes. Antaño, esos dulces los hacían nuestras madres. Hoy están en manos de la industria. Pero era hermoso ir de la mano de la madre hasta Matilla a ver construir ese pequeño milagro de la masa en una proporcionada mezcla de harina, azúcar y huevo, derramadas sobre moldes de hojalata, de figuritas y papeles, convertida en el horno por el señor Alfonso, en un variado muestrario de sabores y olores que aún no se han desenganchado del recuerdo. Y a la espera, las almendras garrapiñadas. Señales de olor y sabor.

En algunos escaparates, los tejidos de moda dejan paso a una colección larga de túnicas, capas, caperuces, cogullas, decenarios, guantes, fajines y cordones. Así viste la penitencia la ciudad en los días del Drama. El sueño, sobre todo de los niños, se viste de percalina, lanilla, seda, velludillo, arpillera, raso. Y allí, cosidos con el hilo del amor a Dios y a la tradición, los hábitos estarán ya dispuestos en los anaqueles de la cuaresma como señal muy valiosa de que ya está en sazón este tiempo inolvidable e íntimo. Terrazas, patios, balcones, galerías, se llenarán de túnicas aunque ya no viva una madre para orearlas como ella sola sabía hacerlo.

Otras señales, ya en los días santos, serán fruto exclusivo de la naturaleza. Los laureles de hojas firmes, que, cortados en ramas de las orillas de los huertos, multiplicarán los hosannas más sencillos del domingo de Ramos. Señal de triunfo. Los olivos de Fermoselle prestarán algunos de sus tallos para encarnar el pequeño Getsemaní de la Vera Cruz del Jueves Santo en el que el Maestro ora arrodillado. Señal de dolor.

Claveles, rosas, nardos, calas, gladiolos, lirios, nacidos y venidos de lejos, besarán esos días los pies de las imágenes. En sus mesas y tronos, crecerá una breve primavera que en Zamora siempre ha sido, es y será a la medida de su genuina forma de ser, natural, sencilla y hermosa. Señal de amor.

Y las lilas, en el estallido de la Resurrección, tiernas aún, alumbradas de un sol hortelano agradecido y leve, ascenderán a las varas de los cofrades de la Horta. Esos racimos lozanos, de penetrante olor y belleza morada esclarecida, serán la última señal de la Pasión y la primera de tantas otras alegrías y ritos que llegan con la Pascua.

Este año casi todas esas señales las hemos visto en el paso uniforme, eslabonado, de estos meses, como sucedió siempre. Almendros, laureles, lilas, caballitos, aceitadas y ceniza han subido fielmente los peldaños del calendario y han venido a su hora. Otras no, imposibles en estos tiempos tan agrios y dolorosos que han levantado muros a tan buenas costumbres. Confiemos que todas ellas aparezcan de nuevo cuando el tiempo haya girado otra vez sobre sus goznes del año y esta tragedia haya amainado o desaparecido por fin. Vendrán, seguro, en su aparente intrascendencia pero también en su justo valor, para guiarnos como siempre hasta esta piadosa tradición que aquí, en Zamora, sigue siendo santo y seña de un pueblo. Su primera señal sin duda.