Venía de la mano del niño como una paloma de luz, alfanje refulgente que cortaba los aires de la tarde aún tan primeriza. En ella, la ilusión caminaba sobre unos zapatitos nuevos, de charol, y vestía un pantalón con tirantes “muy mono”, según decía la abuela. La palma, esbelta insignia de sol vertical, era el ansia feliz de cada niño al llegar el domingo, vencido claramente del lado de la infancia. Ascendía la algarabía por las calles que cruzaba el Señor, seguido de la luz y de la palma, una liturgia popular que coronaba la niñez. En la procesión, un cortejo colmado de bullicio, las palmas se mecían al compás de las músicas y las risas en la más perfecta definición de la desorganización organizada. Niños, padres, abuelos, iban en tropel feliz con el sol subido a los hombros, buscando hermanarse con una tradición que venía de lejos, tanta como el mismo evangelio que les llevó hasta este momento a través de los siglos. Las palmas cabeceaban sus puntas desmochadas en fila, aguardando la graciosa oscilación de sus talles, movidas, más que por la mano, por la felicidad de sus pequeños portadores. Después de recorrer los caminos del hosanna esa tarde, la palma se iba derechita a uno de los balcones de la casa, siempre el mismo balcón, donde, con un delgado alambre, quedaba prendida en sus balaustres por las alas de sus hojas. Era siempre la misma ceremonia, callada, escondida, que se repetía cada año cuando el domingo veía ya desplomarse las sombras sobre sus horas y la ciudad se aquietaba, se desvanecía, dormitaba, a la espera de otros acontecimientos que, imparables, venían cosidos en los días siguientes con ribetes de cornetas y tambores, rumores de cruces y cirios, tañidos de campanas, acentos de músicas tristes y cantos de miserere. Allí, en aquella simétrica alineación de hierros, extendía la palma su soledad día tras día hasta que llegase de nuevo otra primavera y volviese el relevo en el mismo día y a la misma hora que un año antes. En la casa nadie reparaba en ella. Desde la calle sí. Desde allí cobraba un protagonismo inusitado. Hasta ella se iban los ojos de la gente que pasaba. No era una superstición sino un sencillo signo de fe. O simplemente una buena costumbre, un rito humano refugiado en el tiempo. Para unos, el recuerdo de una gloria efímera, fenecida bien pronto, sin brillo. Y quizá para otros el símbolo de unos días de esplendor de su tierra, acostumbrada más a festejar la Muerte que la Resurrección. Pero había una cosa clara: antaño era un privilegio tener palma y balcón.

La palma, izada como un himno de alabanza en la procesión, cumplido su papel, aparecía, prendida de la barandilla del balcón, espetada como un puntal que solo sujetaba la rutina, una bandera deshilada con sus flecos vencidos, un báculo sin manos, ni caminos ni huellas. Allí pasaba a presidir la soledad ferreteada del lugar. Tras los visillos, dentro, permanecía la vida, tan cercana y a la vez tan distante. Fuera, la palma se agostaba mientras sus hojas cobraban un color cobrizo al principio, luego amarronado y al final, en los últimos meses, antes de perder el lugar del balcón, de un tono pardusco, de sequedad final, inevitable desenlace de su historia. La palma había nacido escondida, a espaldas de la luz para conservar su albura y prestancia, decisivas para poder interpretar su papel de heraldo de una festividad y ahora, ascendida allí y presa, era acuchillada por esa misma luz, en una inmolación lenta e tenaz de su cuerpo alado.

Mi palma de niño, allí amarrada a los balaustres, veía cómo brincaba el sol cada mañana por encima de los tejados contiguos y se posaba en ella revistiéndola de claridad. Sentía la lluvia cuando irisaba los brazos herrumbrosos de su atadura. Y se empapaba cuando gateaban las nieblas por los rectos perfiles de los herrumbrosos barrotes. Cuando llegaba el calor y fustigaba el hierro con saña, consumía sus últimos pulsos de amarillez con una fatigada sumisión. Y en las noches de luna redonda, grande, llena, su luz barnizaba de fulgor todos los bordes de su gastada lanza, ya mellada. Y así era todos los años, con todas las palmas que, como la mía, llegaban a la estatura de la infancia un domingo de Ramos y luego hermoseaban los barrotes del balcón. He querido recordar aquellas estampas ahora que tantos balcones llevan dos años, dos domingos de Ramos, sin ese apacible y minúsculo ritual de enseñar una palma nueva, brillante, un chorro de luz y vida que pregona sin tapujos la inocencia del niño y la llegada del Maestro a su Pasión. Ahora que esa pequeña costumbre ha sido cercenada por la pandemia, la memoria me ha devuelto esa estampa. Y lamento que los balcones de tantos lugares no tengan expuesto y ofrecido a la fe, este año, el modesto testimonio de un día de triunfo, ese hosanna nacido en las raíces del evangelio.

Quiero recordar finalmente otra pequeña historia de la palma del domingo de Ramos aquí en Zamora. Era tradición, o costumbre, que la palma que portaba el señor obispo en el ceremonial mañanero de conmemoración de la entrada en triunfo del Señor en Jerusalen, en la regia solemnidad catedralicia, fuera a parar por la tarde a las manos de aquella figura acartonada del Maestro que, subida en el paso antiguo, mostraba un rostro hierático, sin emoción ni rasgo alguno que delatase a un imaginero consagrado. Era aquel un grupo tan sencillo e inánime que pasó de puntillas por la historia zamorana del arte. Cuentan que fue un artesano local, José de Lara, el que lo talló alrededor de 1815 más o menos.

La palma del prelado era pomposa, rizada en vueltas y dibujos en sus hojas, una armonía hecha de tirabuzones, de frondes longos, haciendo espirales de fantasía. Y la verdad es que desentonaba aún más la figura de Jesús con aquella palma deslumbrante. Hasta que un año, creo recordar que por los años treinta, en una sacudida violenta de las figuras, una se cayó del paso, rompiéndose y en otra procesión, la palma “episcopal” se desprendió de la mano del Cristo, arrancándosela, terminando igualmente en el suelo. La nueva imagen de Jesús montado en la borriquita que trajo Florentino Trapero a nuestra infancia acabó con esta pequeña tradición. Era 1950. Y si, como describí antes, muchas palmas llegan a ser colgadas sobre los balaustres de los balcones como señal de fe y de recordación de otras manos que allí la colocaron tantos años, otras muchas, por obra y gracia de la liturgia y el fuego, se convierten en ceniza para recordar sobre nuestras cabezas, en la misma puerta de la Cuaresma del siguiente año, la brevedad de la vida y, sobre todo, el privilegio del arrepentimiento y la grandeza del perdón.