Llegó a Zamora por algún camino de la música. Puede que hasta por casualidad cuando las bandas de música, militares todas, acompañaban los pasos de Semana Santa junto a algunas orquestas de aficionados. El siglo XIX se acercaba al final y el destino de Thalberg terminó en Zamora, muchos años después de su composición al piano en 1845 y de su muerte, allá en Nápoles en 1871. Se han barajado varias hipótesis. Que si la trajo una banda militar a finales del siglo XIX, que la primera banda que la interpretó era de la Marina en el Ferrol allá en 1881, que ya sonaba en Peñaranda de Bracamonte en 1903, que si el maestro Inocencio Haedo trajo la partitura para piano después de un viaje a París donde se hizo con ella. Que si la banda del Hospicio o la Banda del Regimiento Toledo, ¡qué más da!

El caso es que encajó divinamente en las calles de Zamora hasta que alguien decidió que sonase en una iglesia. Y ahí está el hecho cierto. Ya he contado algunas veces cómo llegó esa música a esa madrugada y de la mano de quién. José Aragón Gago fue la persona que decidió que esa marcha entrase en la iglesia. Hasta entonces, años y años, sólo había llenado las calles de la ciudad con general complacencia. Gustaba y mucho. En 1935, en plena república, nació la alianza ya inmortal de esa música con un paso de la cofradía: "Jesús, camino del Calvario"; con una iglesia: San Juan de Puerta Nueva; con un día: Viernes Santo y una hora: cinco de la madrugada. Allí, en el templo de entonces y que muchos todavía conocimos, enfoscado de yeso y cal envejecidos, repleto de altares y de santos, con arañas de cristal descendidas de su corto cielo de calizas, surgió en muy pocos años un momento cumbre de esta Pasión de pasiones que es Zamora en esos días. Cuando alguien, fuera Haedo o no, extendió sus notas y las amplificó a los instrumentos de una banda de música, Thalberg dejó de ser una marcha fúnebre para piano opus 59, para convertirse en el cirineo de tantos cuadros de la Pasión del Señor en una tierra tan alejada de la de su autor, tierra que nunca pisó y de la que nunca le hablaron. Sus huesos permanecen en Nápoles pero su alma reposa en Zamora.

Así empezaron a encumbrarse la marcha y el momento, mitad oración, mitad espectáculo. Una pirámide de sentimientos levantada con una sola marcha fúnebre y con tres lados tan definidos, fe, belleza y entusiasmo. En San Juan, al elevar los bombardinos sus voces desde lo más hondo del pentagrama y moverse el paso, la marcha es un modelo de equilibrio entre las notas y la cruz al hombro del Nazareno. Es una voz de aliento al Reo que inicia su camino hacia la muerte. Un signo de devoción masiva y popular, de compasión compartida con la buena gente que trajo desde lejos su hábito de pobre percalina para acompañarle. Y así, desde la madrugada al mediodía, Thalberg va por la procesión de la Congregación haciéndose pena, bálsamo, sollozo, súplica, desvelo, según vaya envolviendo los rostros del Señor o de la Madre en esos momentos del camino del Calvario o de su agonía en él. Letanía ininterrumpida de sonidos tan nuestros que, metidos hasta el alma esa dolorosa mañana, nos guiarán después por la vida cuando, muy lejos, deseemos regresar al regazo de Zamora en un instante. Porque, al revivir esa música en el pensamiento y tararearla en el corazón, habremos vuelto al tiempo más feliz y azul de la inocencia, a nuestra casa, abierta en la memoria, nunca cerrada por el olvido. Y en ella, habrá unos brazos de madre, siempre nuevos siendo los mismos, aguardando al hijo para ponerle al cuello el pañuelo de hermano de paso y guiarlo con un beso a las manos de otra Madre.

En la tarde del Viernes Santo vuelve Thalberg a ocupar su trono. Su sonoridad ya no es la misma que por la mañana. A esas horas, por la antañona rúa, noble hasta en su abandono, la marcha será solemne aflicción en torno al Cristo muerto, un himno de consagración del luto, un réquiem señorial, una sábana bordada en dulzuras para la mortaja. La muerte le da a la partitura un trágico brillo, de cruz vacía.

Por la noche, Thalberg se oirá ya tan solo como un lamento, ascendido al regazo de Nuestra Madre, abrazado al cadáver del Hijo. En las entrañas de la noche sonará a desconsuelo, amargura, adoración y piedad; una armonía, rota por el llanto de los instrumentos.

El sábado santo, Thalberg es ya sólo un rosario en unas manos ¡y qué manos!, una flor entre tantas otras a sus pies. Un pañuelo para unas pocas lágrimas que caen de un rostro inolvidable. La marcha, esa noche, no es música, es una oración que coge del brazo a una Madre viuda, la Soledad, y la acompaña cuando vuelve desolada y resignada del cementerio.

Y el domingo de Resurrección, Thalberg sube con la Madre, aún de luto, hasta la Plaza. A esa hora, la marcha, desprendida del dolor por el primer sol del día, asciende por la cuesta del Piñedo entre las flores de las varas de los cofrades como una nube de esperanzas, un gesto de consuelo, presagio del júbilo que aguarda tras la esquina.

Tras el gozo romero del encuentro, llega la desbandada del desánimo y la dominación del abandono. Thalberg se hará otra vez solamente nostalgia y, recogido su sentido fúnebre, será aliento para el bregar duro y lejano del zamorano, al que le pesa como una losa la distancia, será su lazarillo tantas veces como se pierda por el camino que no va a ninguna parte. Será vigía seguro en la melancolía añadida a la ausencia. Signo de identificación inconfundible. Probad. Haced sonar, tararead Thalberg en cualquier lugar del mundo y aparecerá un zamorano emocionado, saliendo debajo de las piedras. Esa marcha es la promesa de una tierra perdida y siempre hallada al final de la esperanza y, sobre todo, una de las razones de que Zamora siga siempre viva en la memoria colectiva de sus hijos. Thalberg, se lo dije antaño en un pregón a los zamoranos de lejos, es el Himno de la Alegría según Zamora. Una canción de cuna, porque allí la aprendimos. Suena a música celestial y nos sabe a gloria bendita. Aunque no nos saque de la pobreza, es un consuelo.

Ahora, en estos días más atormentados que nunca, en la nave quebrada y titubeante de la moral, que suene Thalberg con más fuerza que nunca, como signo de vida, de coraje, de pasión, mientras avanza Jesús, camino del calvario de tantos lugares zarandeados por la enfermedad y la muerte, y todos levantamos, más arriba que nunca, hacia el cielo, nuestra cruz de hermanos de la Congregación.