Una mano agarra un farol de latón. Una mano de venas abultadas, de nudillos gruesos, marcados por la edad. Al lento paso el farol chirría en mitad de la noche. Como si evocara el duro trabajo del herrero que lo forjó, como si añorara no haber servido de luminaria una noche de invierno, entre la lluvia, al pastor que buscara refugio en el establo. Un cabo de vela ilumina esa mano, compañera de tantas otras a los que la posguerra apenas les dio tiempo para emplearse en juegos de niños. Manos de agricultor de los que se levantan aún con el sol por la fuerza de la costumbre. Manos de vidas que se apagan en las camas de los hospitales, en las residencias, sin derecho al adiós. Manos que soportaron el peso de un pais hecho añicos, que nos abrieron un mundo de oportunidades que nunca soñaron.

Ahora nos toca a nosotros portar el farol y la cuestión es si seremos dignos herederos de esta tierra labrada por tan especial estirpe.