El silencio vuelve para quedarse. Se ausentó en estos días de Pasión y Gloria y ahora retorna a sus dominios. Es el silencio que ha echado sus raíces hace tiempo en la ciudad y gobierna su existencia. Un silencio no hecho de cielos ni piedras, sino de desamparos y soledades. Un silencio injusto, inmerecido pero real, que cuesta llevar sobre los hombros porque no es fruto de la bonanza sino del desafecto, un silencio que cerca la ciudad con alambradas de conformidad y torpeza. Este silencio, intemporal y crónico a la vez, ya sabe que debe retirarse un trecho, siempre en primavera, en estos días tan gratos para la remembranza y que hoy mismo, esta noche o ya ahora, quizá cuando me lean, regresará para dominar los espacios que ha dejado abandonados el obligado éxodo de los zamoranos desterrados por su trabajo a tantos otros lugares.

Porque en estos días nos llegó otro silencio, suspendido del primer eco de las benditas campanas del barandales, cautivado por una cruz y unas lágrimas, revestido de liturgia entrañable y antigua, que hermoseó aún más estos días con tambores, cantos funerales, rezos, campanas mortuorias, músicas y lamentos. Fue el silencio devoto que, en las vísperas de la Pasión, cogíamos con las manos del asombro al ver al Nazareno caminar con su cruz sobre las aguas del río. El silencio emocionado que escaló las tapias del cementerio en forma de oración una noche de memorias y lágrimas y el que, transformado en fuego otra noche, era un gesto de perdón al Cristo que pasaba a la altura del corazón del hombre. El silencio solemne que se derramó hace solo cuatro días al atardecer por entre las hechuras solemnes de la catedral y empapó de promesas la solariega plaza y el que, humilde, abrazó la tierra por Olivares mientras la luna llena iluminaba un miserere germinado en la entraña de la alargada sierra. El silencio misericordioso que apagó y cerró los ojos del Yacente, al que llevaban entre cirios y cantos camino de la sepultura, el mismo silencio que, al sol de la plaza, hace dos días, martilleó en una cruz las manos de un Hombre que había curado y bendecido con ellas. El mismo silencio compasivo que se acunó entre otras manos uncidas, las de una maravilla de Madre que volvía del cementerio y fue toda Soledad en plena noche. Ese mismo silencio, lleno de sonidos en un contrasentido bellísimamente inexplicable, ha bajado esta misma mañana por Balborraz cogido de la mano de la dulzaina y del tamboril para, después de dejar al Resucitado y su Madre en la Horta, cruzar el río y desvanecerse lentamente en el curso del agua y de la luz y allí, entre las últimas azudas y aceñas, hacerse ya nostalgia hasta otro año.

El silencio que vuelve hoy, el otro, el de costumbre, se avecindó aquí hace mucho tiempo y es una cicatriz ya indeleble que recorre la figura de la ciudad de arriba abajo. Es el silencio de la costumbre, de los mismos pasos y los mismos destinos hacia una imparable decadencia. El silencio trazado por una indiferente resignación y un acomodado desdén. Silencio hecho con una mezcla de timidez y desaliento que, como un yugo, le ha sido colocado en la cerviz a esta ciudad. Ese silencio recorrerá otra vez, hoy mismo, la rúa, esa singular y añeja arteria, tan prieta de emociones estos días, de nuevo del brazo de la soledad, su más fiel compañera.

Para atenuarlo aquí crecen también, menos mal, otros silencios naturales que dan sentido e iluminan tantos días en los que no sucede nada salvo la misma vida que pasa. Son los sonidos del silencio, como en aquella lejana canción que acompasó un momento de nuestra juventud. Silencios de entereza y jornal, labor y provecho, fe y duda, honor y enojo. Hoy regresa el silencio de la soledad, que tiene solidez y grandeza cuando viene de la mano de la historia y no del olvido. El augusto silencio de las doradas y venerables piedras, iglesias y murallas, hoy ya desabrigadas de leyendas que hoy mismo volvieron a despedir tantos hijos antes de su forzado adiós. El silencio reposado del rio, por las azudas, donde quedaron detenidas tantas ilusiones de futuro que venían entre las aguas. Permanece en pie el silencio ajado que se cuela por las casas ya desgarradas en donde las palomas relevaron a los sueños y la ruina se asoma a sus balcones.

También el silencio sabe vestirse de hermosura cuando la lluvia entona su sinfonía otoñal sobre el viejo puente, cuando las nieblas ocultan la ciudad en una infinita sombra blanca, el calor cae sobre las tardes de novenas y baños o la cencellada tachona los árboles con alfileres de escarcha. O cuando se entreteje en jardines y plazas con risas de niños y bandadas de pájaros mientras unos y otros juegan al escondite con el sol ya cansado.

Y nos queda un último silencio, tantas veces el primero y el mas distinguido, el de la poesía, silencio siempre enamorado que pasa por el último puente de Zamora, que es ahora el primero en la palabra de sus poetas, tantos y tan admirados. Los que viven y los que ya tan solo viven en sus versos. Por ellos se conoce más y mejor a esta ciudad. Ellos no callan. No tienen al silencio entre sus versos. Con ellos cantan, creen, sueñan, lamentan, alertan, consagran, conmueven y, sobre todo, aman. Versos los suyos tan lejos afortunadamente del silencio que nos aflige. Con ellos y gracias a ellos, este silencio de la costumbre, acobardado y severo, que se nos viene encima de nuevo, se convierte por lo menos en un silencio a voces.