Fue un suplicio común e indeseable en medio de la mayor grandeza de un imperio. La Cruz. En ella morían los facinerosos, ladrones, rebeldes y asesinos que incordiaban la aparente paz social del Imperio siempre que no fueran ciudadanos romanos. La Cruz. Hoy es el símbolo primero de una legión de millones y millones de seguidores de un Hombre ajusticiado entonces en ella. Dos mil años después ese patíbulo es la primera señal del cristiano "en memoria, como señala el diccionario, de haber padecido en ella Jesucristo". Algunos historiadores se han referido a la cruz como un símbolo incluso anterior a la crucifixión de Cristo, al encontrarlo en inscripciones de lápidas que datan muchos años antes de la llegada de Jesús al mundo.

La cruz en estos días cobra entre nosotros una nueva dimensión, alejada de la indiferencia con que tantas veces la vemos o la soportamos en la vida. En Zamora, como en tantos otros lugares, la cruz está en la calle, es una de sus costumbres más populares y a la vez más sentidas en la epidermis de la tradición y en la profundidad de la fe. Y así pasan por delante de nuestros ojos, izadas o caídas, erguidas o ladeadas en una apasionada geografía del dolor y la muerte.

La cruz del Viernes de Dolores ofrece la sencillez románica de un Cristo de barrio emparedado casi dos siglos, descubierto de nuevo para la fe. Cruz escondida, que no queremos ni ver.

En la noche del lunes santo, aparece la cruz vertical hundida sobre la espalda del Señor, sin dejarse rendir en sus caídas. Y en esa misma noche sobre una cruz tendida, bien cerca del corazón del hombre, resurge la victoria de la Vida, prendida en los ojos cerrados del Cristo de la Buena Muerte. La primera cruz del Martes Santo va cosida al hombro del Cristo hortelano de San Frontis y la segunda, ya en la medianoche, a la mirada suplicante del Cristo de la Expiación, perdida en el cielo de su propia agonía. En ambas, unidas, se cultivan humildad y obediencia.

La lección de las cruces del miércoles santo explican la grandeza del silencio cuando se hace oración, sea solemnemente grave a los pies de un monumental Crucificado o generosamente ingenua y campesina del Cristo de Olivares, rodeado de cardos y faroles.

En la tarde del jueves santo la cruz, vislumbrada en el Cenáculo, Getsemaní y el pretorio, caminará sobre el hombro del pequeño Nazareno de la Vera Cruz, afianzada en él por el amor de sus devotos mientras la luz de la Pascua se derrama sobre la rúa, saeteada de caperuces morados.

De madrugada la inmortal música de Thalberg entonará un himno de amor a la Cruz que irá con Él camino del Gólgota hasta su agonía allí mismo.

Pocas horas después la cruz, ya vacía, revela, entre crespones negros, las escenas de un sacrificio que comenzó en la muerte y acaba en el sepulcro, de momento.

En el epílogo de la trágica jornada, la Cruz presentará volverá a plantarse en plena noche, sembrándola de misericordia y expresando las razones por las que todo un pueblo llama Nuestra Madre a una Mujer angustiada con el cadáver del Hijo en su regazo.

Además en estos días pasan otras muchas cruces, desnudas, ricas, nobles, abiertas, tangibles, algunas moldeadas por José Luis Coomonte, convertidas en obras de arte con aperos del campo, yugos y arados, todo un canto a la creación del hombre y su trabajo.

Finalmente, en estos días santos y en tantos otros, también hay otras cruces, clavadas en la encarnadura de la actualidad, que puse en pie en el pregón que pronuncié aquí mismo en Zamora ahora hace tres años. Os las recuerdo.

Las cruces de los miles y miles de personas que se suben cada día a una patera o cruzan fronteras en busca de una patria o de un hogar. Las cruces que levantan las bombas de los fanáticos que buscan para sí un paraíso imposible. Las cruces de los mártires asesinados por creer en ella. víctimas del fanatismo. Las de los pueblos borrados por la tiranía o intereses bastardos.

Y cruces más cercanas, aquí mismo, en medio de cada procesión de estos días que no vemos o no queremos ver: Las cruces de los condenados al paro, la indigencia, la droga. Las cruces que levanta la furia de los celos o el desamor. Las cruces de quienes, en la cárcel o en el clínico, se quedarán sin el consuelo de una mano amiga. Las cruces de los ancianos, tantos, abandonados a su suerte, al borde del final, sin compañía. Las cruces de muchos de nuestros pueblos exhaustos de vida en los que cada día se encienden menos chimeneas y se cierran mas postigos y cancillas. Esas cruces no van sobre mesas o tronos. No desfilan con músicas, flores, cirios o caperuces. No salen en procesiones. pero están ahí afuera. Bien cerca. Por esas tantas cruces, levanto ahora mi cruz de hermano de La Congregación, como hicimos esta mañana al despedir en la puerta de San Juan a la Soledad, para poner en su regazo, junto a sus manos, todas esas cruces amargas de la vida, ya demasiadas, en las que la Verdad está quebrada, la Solidaridad, escondida, la Justicia, acongojada y la Concordia, consumida.