Late con fuerza cada vez más en estos días. Es natural. Esta Semana Santa está hecha con el corazón. Ese es uno de los secretos de su ya ilimitada popularidad, bien ganada por ello. Esta Semana Santa está hecha de buenas ideas y mejores propósitos. La hicieron unos pocos, con nombres y apellidos, aunque el tiempo con su péndulo de ley natural los haya arrinconado en el olvido poco a poco. Eran zamoranos que, acostumbrados a poner la fe por encima de todo lo demás, idearon esta celebración, es claro que con mucha fortuna, pero también con una intensa y apasionada entrega a esa tarea. Mediaba el siglo diecinueve. El esplendor, la gloria, el arte no cayeron del cielo porque sí. Hubo sobre todo corazón, y con sus latidos, pasión, imaginación, fuerza, ilusión y trabajo. Mucho trabajo.

En esa buena suerte, tan necesaria en todos los órdenes de la vida, mucho tuvo que ver el corazón de un imaginero, Ramón Álvarez, que en poco más de treinta años consolidó la celebración, dignificándola con la valía de sus grupos escultóricos y, sobre todo, con el acierto de crear de la nada dos imágenes marianas que promovieron de inmediato una hermosa e intensa piedad popular en toda una ciudad, reinas y señoras de la devoción de muchas generaciones.

Para corazón, el que, sintiendo un sincero arrepentimiento, puso sobre un pentagrama, un religioso paúl, un hombre bueno, José María Alcacer, una de las glorias musicales religiosas del pasado siglo, para componer ese Miserere que pareció escribir para esa noche zamorana, aún sin conocerla. Un himno estremecedor en su sencillez gregoriana y en la excelsitud de su contrapunto.

Y anda que no hubo que mover corazones para que uno solo, el del gran Mariano Benlliure, aceptase el compromiso de trazar ese prodigioso retablo del amor de Dios que es Redención. El porte majestuoso del Ajusticiado, la voluntad enérgica del cirineo y el abatimiento de la mujer arrepentida.

Y como se debió acelerar el corazón de Dionisio Alba Marcos aquel mañana del 7 de febrero de 1941 cuando descubrió que tras aquella deslucida colcha y aquellos cristales desvencijados de la urna, se encontraba esa maravilla del Yacente, tallado según el mismo patrón que los del maestro Gregorio Fernández.

¿Y qué gozo debió meterse en el corazón de mi querido y admirado Manolo Espías cuando vio que su idea de componer una imagen de Jesús lleno de Luz y Vida iba ya camino del cementerio solo dos años después de decirla en un pregón?

¿A qué intensidad se movió el corazón de Agustín Lorenzo cuando hizo sonar por vez primera su lastimero bombardino en la noche encantadoramente pueblerina de Olivares?

¿En cuantos pedazos se rompió el corazón de los toresanos de bien cuando el fuego acabó con sus imágenes más queridas y grupos escultóricos de enorme valía, aquel infausto día de abril de 1957?

Trasplante de corazones el que se hace de una generación a otra, multiplicado por mil en esta Pasión con una sola sangre. Un ejemplo, el de Felipe de Castro Sobrino a Felipe de Castro Pedrero en la Vera Cruz, sumando más de medio siglo de servicio a la legendaria cofradía. Por cierto, abuelo, tío, ¡qué difícil es estar a la altura de ese apellido!

Pero esta Pasión no solo tiene corazón con nombres y apellidos. Hoy día, cada año, el corazón de los zamoranos se desborda cada madrugada de Viernes Santo cuando empieza a sonar la marcha fúnebre de Thalberg y Jesús emprende el camino de las Tres Cruces rodeado del sayón y la soldadesca. ¿Hay razones para ello? Sólo el corazón podría contestar.

Y el corazón sigue latiendo hoy en las pequeñas cosas que nos rodean en estos días santos. El corazón de un abuelo late más deprisa cuando lleva a sus nietos de la mano en la Borriquita. Corazón que sufre cuando pasa Nuestra Madre, hecha un mar de lágrimas con el Hijo muerto en el regazo y ves en Ella esa mirada uncida de congoja, de pena de una madre cualquiera al que la vida le ha quitado un hijo así. Y más aún si has visto ya a algunas en ese amargo trance. Corazón que se estremece de emoción cuando aún anda de puntillas la madrugada sobre la ciudad y suena el desgarrador alarido del merlú que invita a coger de la mano a quienes ya no están y devolverlos a las filas de la procesión, a los banzos de esas esculturas queridas y caminar juntos agarrados a sus cruces, vistiendo sus hábitos, por la calle de la Amargura. Esa estampa solo la puede acoger y sentir en toda su dimensión un corazón. Y de Zamora, claro.

Y con qué fuerza late el corazón del niño, feliz con su palma el domingo de Ramos, que va tres días después a ponerse por vez primera el caperuz del Silencio y a tratar de cumplir su promesa que, bien lo sabe su madre, será el mayor de los sacrificios que pueda hacer en estos días. Bueno, y siempre. Corazón, ¡bueno y algo más!, en el sacrificio largo, duro y profundo que ponen esos cientos de hombros y de sentimientos poniendo a andar imágenes y momentos de la Pasión que tanto nos emocionan al pasar caminando de verdad. De corazón.

Y finalmente el corazón de todos los zamoranos, los que de alguna manera se engancharon desde la niñez a esta santa tradición y han sabido conservarla como uno de esos tesoros que una devoción sencilla pero honda ha erigido en cada lugar, en cada pueblo y se han convertido luego en monumentos de fe, belleza y arte tan singulares.

El corazón con que tantos zamoranos están viviendo estos días santos y comparten su fe con miles y miles de personas llegadas de otros lugares tan diversos, guiadas por el fervor o la curiosidad de conocer una Pasión distinta, una Pasión que solo el corazón puede entender. Porque, nadie lo duda, ha sido el corazón el que la ha llevado a la cima de la piedad popular.