La ansiedad, tomad nota, empieza a tomar cuerpo allá en septiembre. Primero de forma leve, insignificante apenas, parada ante la estampa de la Virgen o del Nazareno en el aparador o quizá en la mesilla de noche. Hay ya como un apagado rumor de ansiedad cuando el otoño impera y echa abajo las hojas apagando la vida. Y empieza el frío a pasearse estoico y presumido, intensamente retador, por las calles. Pero ya en cada corazón hay siempre un pensamiento al menos cada día puesto en esa semana de gloria tras la que aguarda resucitar Zamora. Y lo hará aunque solo sea por unos días.

La ansiedad crecerá cuando pasen las navidades. Ya entonces, los belenes dejan paso a las reuniones, el largo sedal de preparativos que despliegan muchas personas, vitales en las cofradías. Que si boletines, que si calendarios de actividades, que si rezos programados y carteles dispuestos. El cobrador que ya no llama a la puerta ni deja el recibo a la vecina. Todo lo aprisiona la banca. Empiezan los ensayos de tambores y cornetas, casi, casi a la intemperie. Y al final, llegan las prisas cuando el miércoles de ceniza golpea la puerta llamando a penitencia. Faltan medallas, no han llegado las velas, los cordones ni se han empaquetado aún. En las imprentas los itinerarios dan vuelta y vuelta a los anuncios comerciales. Y los clásicos, los que venimos de entonces, disponemos los viernes de cuaresma del potaje que nos reconcilia con el paladar del pasado. El potaje de antaño ya no se parece al de ahora, que se lo pregunten, si no, al bueno de Ángel Centeno. De repente, una mañana de domingo, oímos un runrún de campanas por las plazas, convocando cultos y reuniones. Ya está en pie el Barandales y el sonido mayúsculo de esta Pasión, el primero en la voluntad de las cofradías y en el corazón del los zamoranos. Esa música tintineante apremia aún más la ansiedad. Y otro domingo, bien temprano y ya tan cerca del Drama, una pareja de sonidos tan distintos, alarido y golpe, corneta y tambor juntos, convocarán a los devotos junto a las manos de la Soledad en sus cultos. Y a asamblea general de los hermanos que opinan, vocean, riñen y rezan. ¡Vaya tela! Cuaresma. En los escaparates de las tiendas que aún quedan por cerrarse desde el año pasado, aparecen carteles de conciertos, quinarios, triduos y novenarios, desfiles, conferencias, vía crucis. La ansiedad nos lleva a sacar del arcón o del armario túnicas y orearlas en un rincón de la galería porque ya no quedan los patios de antaño ni las hermosas terrazas en las que el sol ganaba con largueza su jornal cada día. Y el cartón del caperuz ya no lo fabrican el señor Alejandro ni Eugenio. Vienen de fábrica. La ansiedad nos lleva a la tintorería más cercana, donde se convierte en nostalgia, ("Los Mil Colores" o "Colella" de entonces), para lavar y planchar los hábitos que se guardaron muy deprisa y aparecen arrugados y con ceras. "¡Ay, si me faltan las pilas! ¡Ay, si no funciona el farol! ¡Ay, si no he pasado a recoger la vela! ¡Ay, si no aparece la vara! ¡Ay, si no encuentro cíngulos ni guantes! Pero ¿dónde los guardé, madre? ¡Ay, si ya no tengo zapatos negros con buena cara!" Es la ansiedad en toda su dimensión material. Es tiempo de contratar bandas de música y flores. Tiempo de reservar mesa para familias y cargadores. Tiempo de confesionarios y golpes de pecho. ¿Fariseos o publicanos?

Y los cofrades y los que no lo son, en la oficina, en el autobús, en la calle, en el estadio, todos preguntan por el tiempo que hará. "¿sabes ya algo? No, parece que solo lloverá los dos primeros días". Y otra adivinanza de anticiclones: "No, anuncian que puede llover a partir del jueves". Y para rematar otro vaticinio más: "No, frio los tres primeros días, lloviznas débiles desde el miércoles. Y el resto, bueno". Un drama. El tiempo siempre es un drama en cualquier Semana Santa que se precie de tal. Antaño, cuando no se habían inventado los mapas supersónicos ni las agencias meteorológicas, llegaba la Semana Santa y apechugábamos con lo que venía, fuera inclemente o caluroso. El buen tiempo o el malo se medían de un día para otro. Y sanseacabó. Hoy le dan la vuelta al pronóstico un mes antes, como una noria. Es cansino leer o escuchar tanta ambigüedad para al final hacer el tiempo lo que le da la real gana.

En las familias la ansiedad alcanza también la repostería. Hay que comprar aceitadas. Faltan magdalenas y rebojos. Y el bacalao. El pimentón de las sopas de ajo. "¿cuántos somos? Esperas a alguien más?" Antaño, la ansiedad llenaba los hornos de las panaderías. Madres y abuelas reservaban días y horas para su labor. Hoy todo se sirve en alacenas bien dispuestas de confiterías y panaderías. No hay moldes ni papeles ni anises. Ni manos de madre. Hoy todo está ya fabricado en algún lugar que no sabe de Semana Santa ni entiende de sabores de infancia. Este es un tiempo que se empapa más ya del pasado que vivimos y perdimos que del inminente porvenir de los mismos acontecimientos de estos días.

Y la ansiedad es aún mayor, está ya inmersa en su más alto vaivén en estos mismos días. En cualquier procesión y a cualquier hora. Pasa el gentío camino de cualquier calle, desemboca la prisa en las aceras. Bulle la ansiedad en todas las miradas. Es la hora de la procesión. La larga espera se entretiene con pipas o chuches. Y con el palique de las madres, enredadas en sus cuitas. La ansiedad camina a nuestro lado de la procesión de la tarde a la de la noche. Y al día siguiente, y al otro, y así hasta que un río de emociones se desborda por Balborraz el domingo de Resurrección con las imágenes, las flores, las dulzainas y tamboriles. Luego, esa ansiedad se desvanece allí mismo. Queda como un sueño flotando un rato en la imaginación y luego se guarda con las túnicas, medallas y faroles. Espera la vida de cada día. La rutina se enseñorea otra vez de la ciudad.