ngel Quintas, que llenó de arte la fotografía durante una larga etapa de la vida de Zamora, hizo el Jueves Santo de 1961 esta foto. Era el 30 de marzo. Tantos años después es una valiosa reliquia. El admirado maestro nos lleva de nuevo hasta aquel tiempo para ver hasta qué altura llega la riada de la nostalgia.

Relumbra la tarde aún niña sobre los tejados de la Plaza. Sobre el dintel de piedra, el viejo portón del templo se ha abierto para que empiecen a salir los pasos de la añeja cofradía gremial. En la amplia pared que cobija la capilla de la cofradía, cementada de polvo, acuchillada de grietas, se distingue con claridad, casi junto a la puerta, una cruz negra sobre un lienzo blanco de cal, ajado por el tiempo, con un fondo de corona de laurel marchitada. Y unas letras ya ilegibles casi entonces, vestigio de los tiempos en que una cruz valía para todo, incluso para ser en lugares sagrados ufanía de vencedores y humillación de los vencidos. A la derecha, sobre la pared agrietada del viejo transformador de la luz, un amplio cartel anuncia para dos días después, el sábado de Gloria, el estreno de la película que está haciendo historia en el mundo del cine, "Ben Hur", que se proyectará en el nuevo y espléndido cinema Arias Gonzalo, inaugurado nueve meses antes. Al fondo, las venerables piedras del templo dejan ver solo la alzada superior de su soberbia arquitectura aún oculta. Una hilera de tejas desgastadas por el tiempo corona las cumbres de capilla y templo y unas cicatrices de humedades se perfilan en la frente de la capilla, sobre la hornacina del santo. Dos canalones avejentados atraviesan la escena de arriba abajo.

Ángel Quintas busca el lugar idóneo. Ese lienzo de la deslucida fachada va a desaparecer en poco tiempo. Su capilla, levantada con siglos por los gremios, deberá derrumbarse para dejar ver en toda su grandeza la portada sur de una impresionante iglesia románica, rodeada ahora de portadas postizas, paneras, capillas, sacristía y hasta ese transformador de luz eléctrica, como un pegote más, del que sale un ovillo de cables de luz que, sujetos aquí y allá con palomillas oxidadas a la pared y sobre jícaras de cristal, llevan las rayas de cobre de un lado a otro de la foto, sin estética alguna. Un templo cercado entonces por la ignorancia y la dejadez.

En la foto se ven algunos rostros conocidos y otros anónimos arracimados en torno al comienzo de la procesión. Ahí están algunos músicos de la banda del Hospicio y entre ellos su director, el alcarreño Felipe Blanco Aguirre, llegado para sustituir al maestro Haedo, que aparece mirando hacia donde la imaginación, que no la cámara, sitúa el comienzo de la calle de Ramos Carrión, por la que la procesión irá camino de la Catedral. En primer plano a la izquierda, aparece la esquina de la mesa del paso de La Oración del Huerto y unas ramas de olivos sobrevolando un pedazo de farol atrapado por la instantánea. El señero paso enfila la primera curva de la farmacia con el empaque, elegancia y naturalidad que distingue a los pasos que lleva José Aragón, el maestro, el veterano maquinista de trenes y ahora de pasos. Al fondo y en el centro, el grupo de la Flagelación sale de la oscuridad del patio. En primer plano, unas mujeres con sus lutos y cirios, siguen el paso de la Oración, por una promesa que cumplir, sin sonrojo alguno. Esta piadosa costumbre desapareció en los años sesenta por un veleidoso sentido estético y religioso. Como la estampa de los niños, vestidos de nazarenos, con su pequeña cruz al hombro y hasta algunos con corona de espinas en su cabeza que iban tras el Nazareno de esta tarde o de aquellos hombres que vestían durante largo tiempo camisa de color morado con cordón y borla amarillos al cuello. Estas pías costumbres de votos cumplidos se desvanecieron al mismo tiempo que la natural sencillez con que se vestía la pobreza aquellos años.

Ángel Quintas supo transformar momentos tan simples como éste en verdaderos retablos de la historia de la ciudad. De esta estampa del jueves santo, hace ahora cincuenta y siete años, todo ha desaparecido salvo las figuras, más o menos agraciadas, del Jesús atado a la columna y los sayones que le azotan. Solo permanece su magistral encuadre, ya imperecedero. El ya inmortal retrato de una tarde de jueves santo de aquel tiempo.

Ángel era un vecino más de la Zamora que, en aquellos años, vivía esos días santos a su modo y manera, una Pasión de andar por casa pero con una piedad digna, verdadera y tan sencilla como los vestidos de esas mujeres, desde la anciana a la muchacha, que van camino de acompañar a Jesús en Getsemaní o a donde haga falta, con tulipas caseras de cartón, forradas de papel de plata. Con sus velos de gasa en la cabeza y sus velas de cera entre las manos. Hoy parece una desgastada estampa pero ¡cuánto valor atesora!

Gracias a Ángel Quintas, la memoria de una generación, la nuestra, tendrá siempre la referencia de tantos momentos inolvidables que, como éste, están ya unidos a un tiempo indefectiblemente perdido.