Al cumplirse en 2011 el setenta aniversario de la Hermandad de Jesús Yacente, escribí en la revista Barandales una semblanza de Dionisio Alba Marcos, ejemplo de dedicación y perseverancia a la Semana Santa de Zamora. Él, con su personal vitola de zamorano y creyente, fundó esta Hermandad junto con Ramón Amigo y el sacerdote don Antonio Alonso, los tres pilares en los que se apoyó la Hermandad para abrir un camino inagotable desde entonces y de tantos excelentes frutos.

Subrayaba en aquel artículo el preeminente lugar que Dionisio ocupaba en la historia de la Semana Santa del pasado siglo, un periodo erizado de dificultades tras la guerra civil, pero decisivo para el afianzamiento de esta tradición como motor de atracción económica y turística para la ciudad. Hubo un tiempo en que se conjugaron una primordial intensidad y riqueza espirituales con una necesaria dimensión humana, comercial, económica. Que ambos objetivos se podían alcanzar sin estridencias se demostró en aquella etapa tan fecunda.

Dionisio ha pasado ya a la historia de nuestra Semana Santa, por ser el hombre clave en la fundación de dos cofradías o hermandades, fundamentales en la Semana Santa de la pasada centuria y en la historia de esta tradición. En la Hermandad de Penitencia o de las Capas Pardas y en la de Jesús Yacente.

Igualmente estaría en 1948 en la reconstitución en cofradía de la procesión de la Borriquita, con la fundación de la Hermandad de Jesús en su entrada triunfal en Jerusalén, en la que trabajó con gran denuedo durante tantos años. Y hasta repartió consejos en aquellas incipientes de Excombatientes y Vía Crucis.

Cuando Dionisio, llevado de su curiosidad personal, descubre la valía escultórica del Cristo Yacente, oculto en una destartalada urna de cristal en la iglesia de la Concepción, estaba aún lejos de pensar, y faltaban solamente dos meses escasos, que ponía la primera piedra de un edificio tan notable y tan emocionante como el de esta Hermandad zamorana. Dionisio, resalté entonces, era la mano providencial con la que se cumplían los designios de Dios, quitar aquella polvorienta colcha que tapaba la belleza de la imagen, enseñársela al pueblo y poner en devoción popular, como así ha sido, aquella figura tallada maravillosamente por un discípulo de Gregorio Fernández, Francisco de Fermín, hasta convertirla en uno de los signos más valiosos de devoción popular de todo un pueblo.

Cuando pocos años después, en 1956, funda la Hermandad de Penitencia con sus amigos Marcelino Pertejo, Ricardo Gómez Sandoval "Pintas" y Jacinto Raigada, acierta en trasladar a la ciudad, la belleza rústica y primitiva de aquella procesión de Bercianos, surgiendo otro de los momentos más bellos por los que hoy se conoce y admira esta Semana Santa. Manuel Martínez Molinero, otro zamorano inolvidable, inventó en maravillosos dibujos esta procesión, hoy una de las señas de identidad más reconocidas de esta Semana Santa.

Hoy no puede entenderse la Semana Santa sin estos dos momentos cruciales: en la medianoche del miércoles santo, la recoleta y pueblerina estampa de la procesión de capas pardas y el sobrecogedor silencio que envuelve el entierro de Jesús, conducido a la sepultura en unas parihuelas y envuelto en el sudario coral de un impresionante miserere.

Dionisio era el último superviviente de una generación sembrada de nombres destacados sobre los que ha ido cayendo ya una leve pátina de olvido, pero que siguen vivos en la memoria de quienes, por tradición familiar y convicción personal, llevan toda su vida comprometidos con esta manifestación de religiosidad popular.

Formó un sólido triunvirato con los queridos Marcelino Pertejo y Ricardo Pintas, que fortaleció artística y religiosamente esta tradición con la creación del Museo del Semana Santa, la obra más decisiva de todo el siglo veinte, que salvaba en 1964 el maravilloso tesoro de nuestros grupos escultóricos, desperdigados en paneras en mal estado y a punto de derrumbarse. A los tres se les rindió en 1981 un merecido homenaje popular.

Tres sacerdotes tuvieron una presencia muy importante en la vida familiar y semanasantera de Dionisio, Antonio Alonso, Gregorio Gallego y Juan Encabo, tres hermanos mayores que confiaron en él todas las tareas organizativas de la Hermandad.

En tantas conversaciones con él, algunas para aquella entrañable Radio Popular, Dionisio me hablaba siempre del mar. Siendo un chaval, se encontró un día con el mar y ya no pudo olvidarla. Su vocación de marino le impulsó a llevar a Zamora hasta el mar y a éste a venirse a fundirse con el Duero. Ahí está, por su iniciativa, el nombre de la Plaza de la Marina, la celebración de la Semana del Mar en Zamora allá en los años setenta y la presencia de las anclas de viejos barcos que reposan su sed de fondo y agua junto al monumento de Fernández Duro y en la Plaza de la Marina.

Lo escribí también en Barandales aquel año. Cuando murió Elisa, su esposa, mujer de tantos valores, le encontré ya varado por la pena de su ausencia, como un barco amarrado a la orilla de la despedida, agarrado por la fe al timón de la bendita imagen del Cristo que un día descubrió llena de polvo en una tosca urna. Ese Jesús Yacente es el faro que le guió desde entonces por el mar de la vida. Y esa luz ha encendido su corazón cada mañana y ha alumbrado sus pasos de viejo marino, abrazado al palo mayor de la nostalgia cuando le fallaron sus fuerzas. Hoy ya no le quita al Jesús Yacente su colcha apolillada de entonces. Ni le mima su sábana ni enciende sus cuatro velones funerarios. Ni besa con unción sus pies llagados. Hoy solo la fe nos dice que lo tiene ya al lado. Vivo. Resucitado. Como él creía.