El atronador grito de "sí, juramos" de los más de 2.300 cofrades arrodillados en la plaza de la Catedral calló a la capital del Duero al paso del Cristo de las Injurias. Su recorrido mudo por las calles de la ciudad, entre el olor a incienso y a cera quemada, tiñó ayer de terciopelo rojo a Zamora.

Cumplido el ritual y expectantes a la llegada del rostro agonizante de una de las imágenes más veneradas de la Semana Santa de Zamora, el público observó de cerca el nuevo pebetero de la Torre del Salvador, que regresa tras una restauración que ha conllevado, entre otras mejoras, la sustitución del bastidor y de los banzos. El incensario lucía ayer un aspecto imponente, con un metro más de longitud, lo que permitió que cargara un hermano más por cada banzo. Su gran magnitud era visible a los sentidos y hacía necesaria dos plantillas de cargadores para relevarse entre sí. El pebetero pequeño también aguardaba novedades: su jefe de paso, Fernando Amigo, dejó el cargo para dar el relevo a Pablo Alonso.

Tras recuperar el pasado año el sonido de la Bomba, sus notas volvieron ayer a inundar la plaza de la Catedral para rememorar a través de una grabación cómo tañía en la antigüedad la campaña de la Catedral. Las temperaturas acompañaron, tanto que para algunos se hicieron excesiva. La casi media hora de espera para el inicio sumada al calor provocó incluso desmayos entre dos cofrades y una persona del público.

El recorrido de la procesión del Santísimo Cristo de las Injurias por las calles se hacía esperar desde casi una hora antes de la hora de salida del desfile. Mucha gente aguardaba con sillas, un complemento cada vez más imprescindible para el público, casi igual de básico que las pipas y el agua de rigor. Al paso por las rúas, algunas de las viviendas lucían el anagrama del Silencio para dar mayor solemnidad al desfile procesional.

Hermanos de todas las edades a juzgar por el tamaño de las túnicas desfilaban por la ciudad junto al Cristo. No obstante, el reglamento de la cofradía prohíbe que lo hagan en brazos, solo aquellos que lo hagan por su propio pie.

Y el Cristo apareció. Su rostro abatido, con la cabeza ceñida por una corona de soga de la que salen largas púas de espino natural, descubrió a la Zamora más piadosa. Cosido a la cruz mediante tres clavos de hierro, el dramatismo llenó cada vía del recorrido. Su figura, serena y contenida a la vez, recogió oraciones de unos y miradas de otros, pero todos con los ojos puestos en la mezcla de divinidad y humanidad de Cristo. Y quien, por momentos, bajó la mirada, pudo encontrar cientos de pies descalzos, cada uno con su historia, su promesa, su fe y su compromiso personal.

Horas después de la salida, la talla se recogía en el Museo de Semana Santa ante el mismo silencio que presidió la salida. Como prometió el obispo en sus palabras, el Señor habrá premiado por su ofrenda a todos los que cumplieron su promesa. Si no, en su infinita misericordia, les habrá concedido el perdón.