A l fijarme en el farol apoyado en la pared me retrotraigo a hace un año, salía por primera vez con el Nazareno de San Frontis y la Virgen de la Esperanza, en el Via Crucis. Me fui de mi casa a una hora prudente, aparcamos cerca de la muralla y allí me puse la estameña blanca, el fajín morado, el escapulario de mismo color y de la mano el caperuz púrpura. El farol me lo llevaban mi tío y mi primo.

Llegando a la Catedral de cúpula escamada, mi cuerpo temblaba de nervios y emoción. Entramos por la Puerta del Obispo, se acercaba la hora, la procesión iba a comenzar. Recorrimos los pasillos del templo hasta llegar a la enorme puerta que da al gran atrio, y allí estaban, el hijo y la madre, la Esperanza y el Nazareno, tristes y resplandecientes al mismo tiempo, emanando angustia y a la vez tranquilidad.

Se abrían las puertas y se palpa la emoción en el ambiente, se respira la devoción y los nervios, son nervios de esos buenos, de esos que te ponen a punto para que todo salga a la perfección. Avanzamos por las calles del casco antiguo de Zamora con la pesada túnica y el gran farol, hacía calor y cuando llegamos al Puente de Piedra aireamos la túnica para estar frescos.

Realmente es penitencia, es largo y duro el camino pero no se acerca ni un centímetro al camino que recorrió Jesús por nosotros hasta el calvario, lo que conocemos como Via Crucis.

Llegamos al momento cumbre, desolador y fatídico, madre e hijo se despiden, un blando silencio es roto por un llanto, un llanto verdoso, que es consolado por un cariño, un cariño purpúreo. Varias reverencias entre ambos determinan la despedida, el adiós temido, la partida no esperada, de un hijo que ha de marchar.

Se retiraban los dos, la Spes a su casa y el Mozo a un destino que sabe que no será bueno pero que afrontará con mucha esperanza.

Este año he vuelto a salir, junto a ellos dos, junto a aquellos a los que tengo gran devoción.