Desde las once de la noche, los hermanos de Las Siete Palabras no paraban de llegar al templo de Santa María de la Horta para participar en el acto religioso previo a la procesión. Momento especial, como en otras cofradías, para celebrar el reencuentro y rendir una oración. Quizá una ofrenda para quienes portan las penitencias o quienes -decidido con tiempo o en los minutos previos al desfile- decidieron unir las calles de la Zamora nocturna descalzos, sin las clásicas sandalias.

Sobre la medianoche, ya las calles de los Barrios Bajos -espacio de mezcla de culturas desde bien iniciada la Edad Media- estaban repletas de zamoranos que querían acompañar al Cristo de la Agonía con silencio, oración y compostura. Y es que la madrugada del Martes Santo es precisamente eso: un acto de penitencia, reflexión íntima bajo la leve y fresca brisa nocturna junto al Duero.

El reguero de hermanos que comenzó a desprenderse desde las puertas del templo románico hizo aún más patente el silencio para que, con el latido de los bombos, fueran las últimas Palabras de Cristo en la cruz las protagonistas del momento. Y entonces llegaron los sonidos, que se hicieron amos del desfile. El de los hachones sobre el empedrado de la ciudad vieja. El de los bombos. Y los escasos murmullos compartidos con el rumor incesante del Duero, que acompaña la procesión en la salida y la entrada, antes de que los hermanos de estameña cruda y pana verde cumplan la visita al centro histórico y celebren el acto de las Siete Palabras.

Es en el regreso cuando el desfile se vuelve más íntimo si cabe. Cuando apenas quedan hermanos de fila para marcar el camino y el Cristo de la Agonía marcha sus últimos pasos sobre los hombros de los esforzados cargadores. Con un sonido grave que refleja igualmente el inexorable paso del tiempo. Porque habrá que esperar otro año para que el Crucificado abandone su clausura.