El año transcurrido desde la pasada Semana Santa ha sido pródigo en acontecimientos que ponen de nuevo en evidencia la demasiado estrecha relación entre política y Semana Santa. Si bien parece razonable el apoyo de las administraciones a la Pasión por las beneficiosas repercusiones culturales o económicas, no lo es tanto su utilización como escaparate, trampolín o caladero de votos al servicio de las fuerzas políticas. Burdo intento de manipular políticamente a los ciudadanos recurriendo a sus sentimientos.

Este tipo de prácticas entrañan, a mi juicio, graves riesgos. Por un lado, el riesgo de establecer un vínculo pernicioso entre las instituciones de la Semana Santa y las fuerzas políticas. Las cofradías, o el órgano que las aglutina, no son prolongación de las instituciones civiles, ni mucho menos sucursales de los partidos políticos, sino asociaciones religiosas plurales que deben permanecer al margen del juego político. Que caigan en la subordinación política atenta contra la dignidad de estas entidades y contra la sinceridad de la práctica religiosa. Por otra parte, se corre el riesgo de convertir un espacio que debería ser de hermandad en un campo de batalla, de crear crispación o fracturar la celebración por intereses ajenos a la Semana Santa.

Estoy seguro de que una mayoría de cofrades entiende que entre los ámbitos civil y religioso debe de existir respeto, colaboración cuando sea preciso y, sobre todo, independencia. Y que sin duda el mejor escaparate para un político es la buena gestión, con honestidad y considerando el bien común; no hacer acto de presencia oficial en las procesiones. Otros, en cambio, apelarán a la tan manida tradición para justificar su presencia. Sin embargo, la tradición no es inocente. Arranca de determinados contextos políticos y sociales. Pero el pasado no debe de ser la excusa. Afortunadamente, ya no vivimos en los siglos XIX o XX, ni nos regimos por los sistemas confesionales que alumbraron tales prácticas. Tampoco podemos confundir tradición con la mera inercia en la forma de hacer las cosas, pues la mejor demostración de la vitalidad de una celebración como la Semana Santa es la capacidad de adaptarse a las nuevas circunstancias.

A menudo se nos olvida que España es un país constitucionalmente aconfesional (artículo 16.3), lo cual significa que no existe una religión oficial del Estado. El olvido es patente en lo que concierne a la presencia honorífica de las Fuerzas Armadas y de los Cuerpos de Seguridad, así como en la utilización de los símbolos nacionales (himno, bandera) en las procesiones. Aparte de que esta presencia contradice el mensaje de amor y salvación que da sentido a la Semana Santa, no tiene ningún sentido, por ejemplo, interpretar un himno nacional ante una imagen sacra, cuya única misión es recordar a los fieles dogmas y modelos de comportamiento religioso.

Son todos usos que nos transportan a otras épocas, cuando se utilizaba la religión para legitimar el poder. No es conveniente, en mi opinión, uncir los símbolos nacionales o las instituciones del Estado con una confesión religiosa concreta. A nadie se le escapa que una parte importante del despego que sienten diversos sectores de la sociedad española actual por el hecho religioso o por instituciones como el Ejército proviene de los abusos del pasado. La supresión de estos elementos en las procesiones no entrañaría una pérdida de solemnidad porque existen en la Pasión componentes rituales y estéticos de sobra para mantenerla. En fin, estos como otros muchos aspectos de nuestra Semana Santa se merecen una profunda reflexión, seria y desapasionada.