El relato evangélico sobre los pasos dados por Cristo camino del calvario no puede ser más conciso. Juan (19, 16-17), lo resume en tan solo una frase: «Tomaron pues a Jesús, que llevando la cruz, salió al sito llamado Calvario»; y Lucas (23, 26-32) refiere la única circunstancia acaecida durante el trayecto: «Cuando le llevaban, echaron mano de un cierto Simón de Cirene, que venía del campo y le cargaron con la cruz para que la llevase en pos de Jesús. Le seguía una gran muchedumbre del pueblo y de mujeres, que se herían y lamentaban por Él. Vuelto a ellas Jesús, dijo: Hijas de Jerusalén, no lloréis por mí; llorad más bien por vosotras mismas y por vuestros hijos […] porque si esto se hace con el leño verde, en el seco ¿qué será?». Es decir, más bien poco, de ahí que fuese necesario imaginar cómo pudo Jesús de Nazaret recorrer aquella distancia, cargado con una pesada cruz sobre sus hombros, después de haber sido cruelmente torturado en el pretorio. En los primeros siglos del cristianismo el camino jerosolimitano de la cruz fue marcado para los peregrinos que acudían a la ciudad santa, siendo ya conocidas en plena Edad Media algunas de sus estaciones: el pretorio de Pilato o «Ecce homo», el encuentro con las santas mujeres («nolite flere»), el pasmo de la Virgen, el Cirineo y la Verónica; posteriormente se añadirán otras, como la puerta judiciaria o segunda caída, e incluso se mide su distancia: 1.321 pasos. También desde entonces se transforma en ejercicio piadoso de contemplación y meditación, conocido precisamente con el nombre de «vía crucis», es decir, camino de la cruz; ejercicio que alcanza una fulgurante expansión, y lleva a la construcción de humilladeros, ya sean capillas o simples cruces, que sirven para hacen memoria de los pasos dados por Cristo camino del calvario («Imitatio Christi»). Su número y variedad terminará por institucionalizase, pasando a ser catorce, fijados canónicamente a partir de relatos evangélicos, apócrifos y extraevangélicos. La figurada e institucionalizada vía sacra o itinerario penitencial contempló tres momentos en los que supuestamente Cristo, abatido por el peso de la cruz, cayó: son las estaciones III, VII y IX. Obviamente, ninguna de ellas aparece en los evangelios canónicos, de manera que en el nuevo vía crucis, reformado por el papa Juan Pablo II, fueron suprimidas.

La Caída, Ramón Álvarez, 1866-1878

Ya nos referimos en su día al más singular de los humilladeros zamoranos: el erigido, a las afueras de la puerta de San Torcuato, en el siglo XV, por el canónigo Alonso Fernández Quadrato, después de visitar en 1451 Tierra Santa; vía dolorosa que se iniciaba en la ermita llamada del Calvario, donde hoy se levantan las Tres Cruces, y concluía intramuros, en la Casa Santa de Jerusalén —junto a la Puerta de San Torcuato—, donde se encontraba la imagen de Cristo en el sepulcro. Entre ambos oratorios había cinco pequeñas capillas con escenas de pincel y talla: pasmo, santas mujeres, Verónica, puerta judiciaria y cruz sanguinolenta. Sabido es también que estas capillas y la ermita desaparecieron en el siglo XVIII, erigiéndose a comienzos del siglo XIX un humilladero de cruces pétreas.

La singular relevancia que la imagen de Jesús camino del calvario adquiere en los programas iconográficos desde la Baja Edad Media supone también que las caídas ya estén presentes en las colecciones de grabados alemanes y flamencos, de las que se sirven los artistas para proyectar sus trabajos. Así, Martín Schongauer en una de ellas —«Christ Bearing his Cross» (1477)— nos muestra a Cristo apoyado sobre una roca del camino, y Alberto Durero la plasma, de distinta manera, en la titulada «Cristo con la cruz a cuestas», en su Pasión Grande y Pequeña (1497-1511). Grabadores posteriores, ya en el siglo XVIII, como el austriaco Ihoan Cristian Leopold, incluirán ya las tres caídas. Pero sin duda la obra que más va influir en la representación de las caídas será el cuadro de Rafael de Sanzio «Subida al Calvario», el famoso «Pasmo de Sicilia», merced al gradado que de ella hizo Agostino Veneziano (1490-1536).

Paradójicamente, las caídas apenas tienen ejemplos remotos en la imaginería procesional. Uno de ellos, el titular de la cofradía vallisoletana de N. Padre Jesús Nazareno, representa a Cristo con la cruz a cuestas, abatido por su peso, que le obliga a hincar una rodilla en el rocoso camino, y a la vez extender el brazo derecho para no caer; es obra barroca del XVII (1676) realizada con oficio, aunque de autoría discutida.

Interesante y hermosísima, aunque no pensada como imagen procesional, es el Cristo caído camino del calvario del italiano Nicola Fumo, que conserva la madrileña iglesia de San Ginés. Es obra de fines del siglo XVII, de delicada talla y policromía, que representa a Cristo apoyado sobre su rodilla izquierda y su mano derecha, lo que le permite mantenerse erguido y sostener a duras penas la cruz, que ase artificiosamente. A su naturalidad une belleza formal, muy en la estética —algo dulce— del barroco napolitano.

Sin duda uno de los pasos más populares de Jesús caído es el que en 1752 Francisco Salzillo tallase para la cofradía murciana de Jesús Nazareno. Es obra narrativa, de fuerte carga dramática, recurrentemente imitada. La escena está resuelta con cinco figuras: Cristo caído, dos sayones que con violencia le obligan a levantarse, Simón de Cirene que sujeta la volteada cruz, y un centurión. Las imágenes son una muestra cabal de la depurada técnica que alcanzó Salzillo en la talla en madera, en particular las de los fieros sayones, frente a la más adocenada de Cristo, a lo que contribuye ser vestidera y lucir cabellera postiza natural.

Jesús de la Tercera Caída, Quintín de Torre Berástegui, 1947

Zamora puede presumir también de contar con dos magníficas escenas de Cristo caído, que a nuestro entender, merecen un lugar destacado en la imaginería procesional contemporánea. La primera en el tiempo, el paso de La Caída (1866-1878) de Ramón Álvarez, es sabido se proyectó a partir del ya aludido lienzo de Rafael de Sanzio, lo que no significa sea una burda copia, antes bien está resuelto con acierto compositivo y técnico, pese a su forzosa visión lateral (pictórica). El conjunto, todo el muy declamatorio, tiene como eje a Jesús caído, paradigma de imagen religiosa, por su belleza formal y realismo, al que contribuye el ser de vestir. Don Ramón dejó aquí su obra más acabada, si bien el conjunto ofrece virtuosismo técnico tanto en la talla y caracterización de los retratos, como en el empleo de la lona encolada (indumentarias).

No menos singular, por excepcional, es la imagen titular de la zamorana Hermandad de Jesús en su Tercera Caída, salida de la hábil gubia del bilbaíno Quintín de Torre y Berástegui, que la daba terminada en 1947. Es pieza de tamaño superior al natural, sin concesiones al patetismo, pues no hay en ella muestras de dolor, y Cristo, de semblante sonriente, soporta sin esfuerzo el peso de la impresionante cruz que lleva sus espaldas. De canon elegante, y resuelta con naturalismo, destaca la talla de la cabeza, cabal retrato de individuo de raza judía, y sus correctas proporciones. Su policromía acorde con su calidad técnica, la hacen obra de gran porte, más escultórico que imaginero.

Un último trabajo, por su originalidad, calidad y acierto compositivo, merece nuestro comentario en este mínimo análisis de la imaginería procesional de Cristo caído. Hablamos de la imagen que para la Hermandad de la Pasión de Pamplona tallase, en 1952, el escultor cántabro Manuel Cacicedo Canales. Este es también un trabajo más escultórico que imaginero, de ahí que la imagen plasme una auténtica caída, habida cuenta que el cuerpo de Cristo aparece tirado materialmente sobre el tablero, dicho sea de paso con exquisita naturalidad. El acierto del artista al colocar la figura con el tronco levantado, apoyándose en los codos, y la cabeza que dirige la mirada implorante al cielo, le permite eludir la forzada visión lateral. Aquí la cruz cae sobre sus espaldas, y literalmente lo aplasta. Su talla es asimismo excepcional, singularmente en la cabeza, resuelta con policromía cobriza, que contrasta con el blanco de la túnica.