El terciopelo morado de la Vera Cruz que inundó las calles en la tarde de Jueves Santo dio paso a la sobriedad de la estameña blanca de los largos caperuces de los hermanos de la Penitente Hermandad de Jesús Yacente. Los cientos de hermanos, con su fajín morado, recorrieron en total silencio las calles de la ciudad ante la atenta mirada de miles de zamoranos y turistas que no quisieron perderse uno de los momentos más especiales de la Pasión.

A las once de la noche se abrían las puertas del templo de Santa María la Nueva y el silencio se hacía en Zamora. Mientras parte de la ciudad festejaba a unos metros de allí, la solemnidad reinaba en la clara noche de la muerte de Cristo.

El ruido de las cruces de maderas arrastradas por el suelo se hacía casi ensordecedor en el silencio zamorano. Los golpes de los hachones contra el suelo, las campanas e incluso el sonido de las llamas podían percibirse perfectamente en unas calles y plazas llenas de gente, pero en completo silencio y oscuridad. Los tambores eran el único rastro sonoro del paso del Cristo, que levitaba en las sencillas andas portadas por los hermanos sobre las que reposaba la imponente imagen del Yacente.

El momento más esperado se vivía cuando, pasada la media noche, el cortejo fúnebre comenzaba a entrar en la Plaza del Viriato. Los hermanos hicieron dos filas para que Jesús pasase entre la luz de sus hachones recorriendo los cuatro lados de la plaza. En cuanto la talla empezó a moverse, el coro comenzó a entonar el "Miserere". Los presentes contuvieron el aliento hasta que la palabra "amén" puso fin al canto y el Cristo, en sus andas, comenzó el camino de regreso hacia Santa María la Nueva. Todo estaba cumplido y Zamora comenzaba a esperar el sonido del merlú y los hermanos, austeros y en silencio, volvieron a casa bajo el peso, cada uno, de su propia cruz.