En el corazón del desastre (y IV)

De lo necesario invisible

“A la noche hay que escucharla”. En la estación de San Pedro de las Herrerías encontramos al componente de una brigada forestal junto a su mujer mirando todo en silencio. Ambos están quietos entre dos vacíos insoportables: de un lado el monte calcinado y de otro la estación del ferrocarril, entregada a la incuria del tiempo; y en medio las vías muertas, rojizas de óxido y entre marañas de zarzas, no parecen llevar a sitio alguno. La imagen es fuerte. Todo un símbolo de la tragedia de esta tierra: ni el progreso ni la naturaleza están ahora de su parte. El hombre habla con sabiduría calmosa, la sabiduría de más de treinta años en un oficio que para él ni siquiera es estable (“soy fijo discontinuo en la empresa; y mi hijo también”). Con los años ha aprendido a refinar los sentidos para conocer el latido del fuego antes de que se manifieste. De pronto habló de eso, de la necesidad de saber escuchar. A la noche, al monte, a la propia Tierra, que nos da todo y ahora agoniza. Sabernos escuchar unos a otros sin tratar de secuestrar la razón mediante el volumen de la voz. Escuchar también lo que escapa a los sentidos. Se nos vino a la cabeza una sugerencia reciente del novelista José Antonio Abella: “Hablad también de lo invisible”, nos dijo cuando supo que íbamos a hacer este viaje a La Culebra. La vida invisible, sí, que también se ha perdido en el desastre. Criaturas desconocidas porque no tienen prestigio ni estatura ni compañía. Insectos, reptiles, inflorescencias… El reino necesario de lo menudo. El discurso agridulce y tranquilo de este hombre está suavizado por esa experiencia de quienes trabajan en oficios de la incertidumbre. Podría ser el mismo discurso de muchas de las personas maravillosas con quienes hemos hablado en estos días. Lo leemos en sus gestos, en su mirada cansada. En su resignación, que compite con una dignidad insobornable.

El discurso agridulce y tranquilo de este hombre está suavizado por esa experiencia de quienes trabajan en oficios de la incertidumbre. Podría ser el mismo discurso de muchas de las personas maravillosas con quienes hemos hablado en estos días

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PINO ABRASADO T. S. / B. P,

Es domingo y en San Pedro de las Herrerías podría ser lunes o jueves. No oímos campanas. Calma chicha. Nada llama la atención salvo el cartel enorme en la fachada de “La Castañalona”, la asociación cultural del pueblo: “Siempre adelante. Por el legado de nuestros mayores, por los que continúan a nuestro lado y trabajan por el futuro de los que vendrán”. Un hombre del pueblo, que arrastra tras él una máquina de oxígeno, le hace una foto, igual que nosotros, y luego nos cuenta sin inmoderación la experiencia de su evacuación en la madrugada. Lo dejamos hablar mucho. La palabra es casi lo único que nos queda. Escucharnos, escucharnos... Más allá, Alfonso, el guardamontes jubilado, el que nombraba uno a uno a los ciervos de la reserva, poda la parra de un vecino para que ahora esos mismos animales, que ya bajan con facilidad hasta el pueblo, no hagan otro destrozo aún mayor. En su rostro se resume cada uno de los años de trabajo en la sierra. Es un verdadero mapa detallado y fiel de los sinsabores de más de cuarenta años de servicio. Nada lo doblega. Ni esta catástrofe. Se mantiene firme y sereno. Solo muestra cierta fragilidad cuando habla de su perro, al que tuvo que dejar solo en la urgencia de la evacuación; día y medio después del desalojo el animal corrió calle abajo para recibirlo jubiloso y asustado. De pronto se escucha una algarabía infantil, proveniente del campamento. Nos gustaría escuchar lo que dicen (escuchar, escuchar…) pero solo lo captamos difusamente; es algo entre el consuelo y la pena, como en el poema de Antonio Machado (“En los labios niños, / las canciones llevan / confusa la historia / y clara la pena”). Sonia regenta una empresa de ocio y tiempo libre desde hace años. Su tenacidad de madre es acorde con su ímpetu de salvar ahora lo suyo. “Ahora hay mucha gente que quiere colaborar”, nos confiesa. Y se va a hacer porque esta corriente de solidaridad es imparable en primera instancia. Nos cuenta que unos doscientos muchachos de Burgos y sus monitores se prestan para hacer lo que sea este verano con tal de ayudar a empezar a restaurar La Culebra. Y muchos otros habrán de venir porque esta sierra está en el corazón de los zamoranos y fuera de ella.

Tras su desalojo, un hombre quiso darse la vuelta porque no podía soportar que sus animales se quemaran. No le dejaron pasar. “Pero solo voy a recogerlos; es que se me pueden quemar”. “Pues que se quemen”, esa fue la respuesta rupestr

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Subimos La Portilla de San Pedro. Por suerte, el fuego se detuvo en la pista de Linarejos. La vía férrea, que es la médula espinal de este territorio, también ha sido un muro de contención de la insaciable lengua de fuego. Volvemos a comprobar la voracidad de las llamaradas desbocadas. Al lado de la carretera, los pinos silvestres, alineados como un ejército disciplinado, son ahora una caricatura espectral de su anterior esplendor. En Boya nos esperan Gema y Luis. Los encontramos dando de comer a una comuna de gatos callejeros. Ellos también son supervivientes. La gente del pueblo se preocupa habitualmente de alimentarlos. En el mundo rural, el amor a los animales es diferente. Aquí nadie pronunciaría “mascota”, esa palabra horrible y degradante, y tampoco tratan de sustituir con ellos a personas ni les hacen adquirir ridículos modales humanos. Es otro amor hacia ellos, exacerbado en los episodios de estos días, cuando se vieron obligados a abandonarlos a su suerte. Tras su desalojo, un hombre quiso darse la vuelta porque no podía soportar que sus animales se quemaran. No le dejaron pasar. “Pero solo voy a recogerlos; es que se me pueden quemar”. “Pues que se quemen”, esa fue la respuesta rupestre. Larga conversación de café con nuestros amigos y sus padres. Se impone de nuevo esa necesidad de convertir en materia verbal todo lo que ahoga oscuramente el corazón: no solo la pena sino también la rabia y el descreimiento. Las reacciones de la Administración, negándose a admitir cualquier responsabilidad, destemplan a quienes hablan, pero de nuevo se detecta esa sensación de que nada de eso les pilla de sorpresa. El abuelo Emiliano asiste de testigo distante, ya sin posibilidad de intervenir. Sin duda, él también sabría hablar con fundamento de la vida de la sierra.

.Nos recibió el fuego y sus secuelas; nos despide el agua como si de otro signo de esperanza se tratase. El regato que cruza el pueblo pertenece también al mundo de lo invisible

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Empieza a atardecer cuando regresamos. El sol del oeste, ya muy sesgado, ilumina de manera increíble los castaños en flor. Dilatamos el viaje yendo por La Torre de Aliste. Visitamos la estación. Otra estación abandonada, saqueada alegremente por jóvenes que dejan en las paredes cancerosas sus marcas bárbaras con nombres y fechas (“Aquí estuvieron…”). Es el ceremonial de esa necesidad de mostrarnos ante nosotros mismos para creer que existimos. De hacernos visibles a los demás. Pero hoy los dos forasteros habíamos empezando hablando de lo invisible, de esos seres necesarios a los que nadie echará de menos pero que han muerto con el fuego. Así lo volvemos a recordar mientras a ambos lados de la carretera sigue escoltándonos un inmenso erial de negrura. Allá donde se mire, la panorámica es pavorosa. Aun así, nos llegamos a Cabañas de Aliste, a beber agua de la fuente de Las Guindaleras. Una despedida lustral. Nos recibió el fuego y sus secuelas; nos despide el agua como si de otro signo de esperanza se tratase. El regato que cruza el pueblo pertenece también al mundo de lo invisible. “¿Por qué no nos dejan desbrozarlo?; cuando yo lo he intentado por mi cuenta no me lo han permitido”, dice una vecina que habla con pasión irreductible de todo lo que la desidia y la ortopedia legal han ido alejando de la vida de quienes hablan de la sierra de La Culebra como de algo propio, pura prolongación de su cuerpo. Ahora miran el monte como si él los hubiera traicionado. Pero no es así. Solo hay que saber escuchar para entender que en la Administración, ese territorio de estadísticas y de argumentos de rentabilidad inmediata, sigue sin haber interés suficiente por preservar nuestro mundo natural, un interés que solo puede provenir del amor y de la conciencia de cuidar la parcela de la Tierra que nos ha tocado en suerte (¡y qué suerte!) como si fuera nuestra propia vida. Y es que lo es. La sierra de La Culebra lo es. Muchas gracias a todos los que han atendido en estos días a los dos forasteros que quisieron compartir con ellos palabras y miradas de consuelo.

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