Existe un debate abierto entre quienes defienden la ganadería extensiva, que requiere grandes terrenos para que el ganado paste a sus anchas, y la ganadería intensiva, que concentra en poco espacio muchas cabezas de ganado. Cada modelo tiene sus pros y sus contras, aunque no agreden de igual forma a la salud y al medio ambiente. Trataré de desgranar aquí algunas de las cuestiones claves, así como exponer el sentido histórico que ha jugado cada modelo a lo largo del tiempo.

En la época de nuestros abuelos (y generaciones anteriores) el único modelo existente fue la ganadería extensiva, pues se carecía de tecnología e infraestructuras como para poder elegir otra alternativa. La productividad de ese modelo era sumamente baja y requería de mucha mano de obra. Además la época de posguerra limitó mucho los recursos alimentarios y la carne era un bien escaso y muy preciado. De este modo, el modelo industrial comenzó a introducirse en la ganadería para garantizar productos cárnicos y lácteos asequibles a partir de la generación del baby boom.

El modelo intensivo ha seguido proliferando a pesar de haber cubierto las necesidades alimenticias de la población, ya que ahora ya no responde a necesidades nutricionales, sino al imperativo de los mercados: una lucha infinita por la competitividad que no tiene en cuenta factores como las condiciones de salubridad de los animales (animales que acabamos consumiendo), la generación de estiércoles y purines (con su impacto negativo sobre los suelos), el consumo de agua potable (bien que cada vez escasea más), la contaminación del aire y los acuíferos (al priorizarse el factor económico, no importa exportar productos frescos a la otra punta del planeta, quemando combustibles fósiles) o el despilfarro (cada vez se tira más comida en los supermercados, pues prima que se visualicen estantes repletos a evitar el desperdicio).

Por lo tanto, llegamos a un punto en el que debemos replantearnos el modelo productivo a desarrollar: si queremos seguir apostando por un modelo de cantidad a costa de la calidad y la sostenibilidad medioambiental, o por el contrario reducir la cantidad de productos de origen animal que consumimos (que son excesivos según los nutricionistas) y aumentar la calidad de los mismos permitiendo a la vez una economía sostenible.

Hoy, afortunadamente, al vivir en uno de los países privilegiados del primer mundo no sufrimos escasez de alimentos, por lo que parece más sensato el plan de centrarse en mejorar la calidad de los mismos, aunque sea a costa de la cantidad, para evitar el desperdicio alimentario y los efectos negativos sobre la salud y el medio ambiente.