Europa señalaba el lunes a España con el dedo como foco esencial del coronavirus, enmarcándola en un color rojo plus porque el «riesgo extremo» se le había quedado pequeño. Al día siguiente, Pedro Sánchez promociona al gestor de dicho desastre a candidato a presidir Cataluña.

La versión de rebaño impone una promoción del ministro de Sanidad, pero igualmente podría condimentarse el relevo como el destierro de Illa por su inoperancia, y no duden de que el presidente del Gobierno recurrirá a esta interpretación si la necesita para sobrevivir.

En realidad, Illa es degradado de ministro a diputado autonómico, probablemente en la oposición. El PSC no va a gobernar. Ni siquiera ganará las elecciones, pese a un sondeo del CIS majestuoso en su desprecio de la ciencia estadística. Los socialistas empatarán aproximadamente con JxCat y ERC, los dos rivales irreconocibles por irreconciliables de la política catalana. Sin embargo, el exministro puede tirar lo suficiente del constitucionalismo para arañarle al PP unos votos que deshagan el empate actual con Vox, a favor de la ultraderecha auténtica.

Los pugilatos más cruentos ocurren entre vecinos, ERC/Junts y PP/Vox. En ese ambiente, el pacificador parte con ventaja, así que Illa intentará demostrar que Cataluña puede ser Luxemburgo.

La docilidad con la que acepta el peor oprobio de la política, la pérdida de la cartera ministerial, es otro signo del poder omnímodo que ejerce Sánchez en el vacío de la pandemia. Respecto al calendario de salida, si Illa hubiera comparecido en el Parlamento antes de desaparecer, le habrían acusado de explotar su cargo ministerial hasta las heces.

En cualquier país, un candidato suspiraría por tener como rival a un gestor del coronavirus, pero los independentistas temen más a Illa que a Marchena. En cuanto a los sustitutos Darias o Iceta, la felicidad de estos meritorios durará hasta que el jefe único decida lo contrario.