En calidad intelectual el debate político discurre parejo al del programa televisivo “La isla de las tentaciones”; su aspecto más deteriorado corresponde a la credibilidad. Sin entrar en los grandes detalles que ya cualquiera conoce sobre la palabra traicionada tantas veces por el presidente Sánchez, cómo se va a poder uno fiar de un ministro de Consumo inane que se cansó de denunciar y hasta de insultar al anterior Gobierno por las subidas del recibo de la electricidad, cuando este se incrementó en un 10 por ciento, mientras que ahora consiente que la factura haya aumentado nada menos que en un 27 por ciento.

Garzón, que se estrenó en el cargo diciendo que su paradigma consumista era el del castrismo en Cuba, no ha hecho hasta el momento nada potable que justifique su presencia con una cartera en el Gobierno. No es siquiera un ministro florero, ya que tampoco es capaz de lucir o de adornar nada. Es simplemente una calamidad, un cero en todo, hasta en prudencia cuando se dirige al Congreso para decir que él lo que pretende es hacer pedagogía. ¿Pedagogía? Lo que se le piden son hechos. Un ministro tiene que medir su capacidad en las circunstancias adversas que afectan a su cartera; no es fácil de entender que Alberto Garzón se inhiba ante la disparatada subida de la electricidad y no actúe en consecuencia, mientras que antes cobró fama por ser el más intransigente con Rajoy en una situación bastante menos onerosa en cuanto al precio de la luz. ¿Dónde ha quedado su defensa de los desfavorecidos?

La culpa es del oligopolio energético, repite continuamente. Pero otorga; no busca una solución para contrarrestar la carestía, salvo la de subir impuestos. Los impuestos no se discuten si sirven para financiar el gasto público necesario y en la redistribución justa de la renta, pero se convierten en un atraco cuando se emplean en sostener ministerios tan prescindibles como el de Garzón. Y al propio Alberto Garzón.