En estos primeros días o semanas del año, como suele suceder por estas fechas, son muchos los que planifican su propia lista de buenos propósitos; a menudo corresponden con los incumplidos en años previos. No es que mejorar el nivel de inglés, dejar de fumar, retomar el ejercicio físico, dedicar más tiempo a la lectura y menos a la caja tonta o empezar a ahorrar para un viaje especial esté nada mal. En el fondo de todos esos y otros muchos objetivos estamos persiguiendo ser personas más plenas, aumentar nuestros niveles de felicidad. Supongo que cada cual hace lo que puede aunque creo que se podría ayudar mucho más a ello desde las edades más tempranas.

Un servidor tiene la impresión de que, a medida que pasan los años, se percibe a la gente poco feliz, menos alegre, más crispada. Aunque al mismo tiempo, paradójicamente, todos presumimos de pertenecer a una sociedad cada vez más evolucionada. Al objetivar este análisis no voy a ponerme melodramático, como tal vez dirían algunos, si me refiriera al número creciente de suicidios que, de forma sistemática, se silencia para no causar malestar social. Tomemos solo, como botón de muestra, esos otros datos que ya no se nos ocultan tanto y que son muy reveladores del éxito escandaloso de la industria de los ansiolíticos y antidepresivos. Esas ventas suben sin cesar y lo hacen desde varios años antes de que sufriéramos la situación pandémica. Para colmo, entre los consumidores, ya se encuentran hasta los niños. A uno le saltan las alarmas al constatar que, en muchos de ellos, no se trata ya de una situación transitoria, sino de todo un camino.

Es demencial que los fármacos estén llegando a ser casi los únicos referentes para ser felices. En mi modesta opinión, pienso que hemos desenfocado claves vitales para “sentirnos” mínimamente bien. A medida que uno se va haciendo mayor, más agradecido se siente de aquellas personas que le exigieron en sus procesos, sin llegar a pensar por ello que fueran unos nuevos esclavistas. Urge retomar la disciplina en la familia sin que eso suponga un atentado contra los derechos humanos. Urge crecer en la capacidad de esfuerzo, en la tolerancia al sufrimiento y a la frustración personal en el actual hiperproteccionismo en que a los nulos intelectuales se les premia pasando de curso o a los que nos sobran kilos se nos hace creer que se puede bajar peso sin sudar la camiseta. Urge poder disentir de lo políticamente correcto sin correr el riesgo de ser mediáticamente fusilado en nombre de ese pensamiento único que nos quiere a todos tan zoquetes como uniformes. Urge alimentar el deseo natural de Dios por más que pretenda ser anestesiado o ridiculizado por quienes creen ocupar su lugar. Urge…