Siempre quise ser un votante en los Estados Unidos. Eso no quiere decir que renuncie a mi nacionalidad española. Sino que descubro mi pertenencia a un mundo occidental que me interesa, que comprendo, en el que también reconozco defectos y el que me afecta. Caído, en demasiado suave suelo para mi gusto, Trump, sólo espero que de ahora en adelante sea mecido por los vientos del olvido. Que su mundo de embustes, su imagen de portero fanfarrón de discoteca y su verbo ácido y bífido decrezcan como lo hacen las olas cuando se acaba su fuerza sobre la arena. No es que el nuevo presidente Biden sea el resorte que catapulte al país hacia metas anheladas por muchos, sobre todo para aquellos estadounidenses que ven cómo el sueño americano no les pertenece más que en las noches estrelladas de su bandera, pero sin ningún parecido con la realidad que los empobrece cada día.

Si algo bueno hizo el anterior presidente fue no haber acudido a la ceremonia de toma de posesión de Joe Biden. Hubiera sido como ver a un saco revolcarse por el suelo con una serpiente venenosa viva dentro. Esto puedo decirlo yo, pero no el nuevo equipo presidencial, con una vicepresidenta, Kamala Harris, que va a ser la cabeza visible de muchas ofertas informativas. Que va a convertirse en la semilla de un partido para un Estado que es muy posible que dentro de cuatro años ocupe la Casa Blanca, cuando ya Biden cumpla 82 años. Dos colores de piel que se unen bajo un simbolismo común. Ya sucedió con Barack Obama, un tipo con una mente preclara, con un estilo limpio, con una palabra cargada de embeleso, de pulcritud dialéctica, con una concisión sin fisuras y un empuje como no se había visto en los EEUU tal vez desde Abraham Lincoln pasando por Franklin D. Roosevelt y John F. Kennedy.

Lo más complejo de un país tan grande y variado es crear una condición cultural que aproxime a la gente hacia la moderación, que crea en las instituciones, no sólo como símbolos de poder, sino como resortes que impulsen a los servicios sociales hacia la felicidad de sus habitantes. Lo dijo la joven poeta angelina (de Los Ángeles, California), Amanda Gorman, de veintidós años, de ojos rasgados, que más que escrutar el entorno parecían divisar el “Far West” el más lejano futuro, y que participó en los actos de toma de posesión de Biden: “a lo que aspiro hacer en el poema es poder usar mis palabras para imaginar una forma en la que nuestro país todavía puede unirse y todavía puede sanar”. Un simbolismo que destierra la reacción ofensiva pero que declara la urgencia de un tratamiento para una gran parte del pueblo embebido en la estulticia, no hay más que recordar los hechos del 6 de enero con el asalto al Capitolio por los vampiros del veneno.

Los Estados Unidos no es un país que se pueda comparar con alguno europeo. Y no me refiero a su tamaño ni a su poder, sino a su idiosincrasia particular, y a una economía que muchas veces puede más que el sentido común, más que el poder político, o se comporta como una apisonadora a la que nadie quiere acercarse porque puede pasarte su rueda sobre el pie. No hay más que ver el sistema sanitario basado en la capacidad adquisitiva de cada ciudadano. Si no puedes pagarte un seguro privado de una potente aseguradora estás fastidiado. Muchos médicos salen de la facultad cargados de conocimientos, pero con una deuda económica por los créditos que necesitan para financiar sus estudios, que los convierten en esclavos de su propio sistema nacional. No se pueden comparar con los médicos españoles, que tampoco son remunerados como se merece esa profesión con semejante carga de servicio cívico, ni con los cubanos, por citar un ejemplo del otro extremo, con salarios de ochenta dólares al mes. Pero los esfuerzos que han hecho algunos presidentes como Obama para paliar este déficit de salud no han podido doblegar el poder de las grandes corporaciones privadas.

Y qué decir de ese americano medio, campesino, con una furgoneta con caja, que posee un rancho, bebe garrafas de cerveza y tiene en la pared del salón media docena de rifles o un fusil Winchester 73, como el de la película del mismo nombre protagonizada por el larguirucho James Stewart en 1950. Es el resumen de la diferencia entre una Europa reposada, actual y un estado joven que todavía languidece en la creencia de que cada vecino está solo, como Gary Cooper en “High Noon” traducida como “Sólo ante el peligro”, y no confía en un estado que tiene la obligación de proteger a sus ciudadanos de forma justa y equitativa según el delito. Es cierto que tiene el presupuesto militar más grande del mundo: 732.000 millones de dólares, el 38 por ciento del gasto mundial. Es decir, que no parece que haya nadie que le tosa en este sentido, pero sus propios ciudadanos andan a tiros en duelos al sol en medio de una calle desierta a ver quién es el más rápido, o si eres negro y vas bebido, y la policía te manda salir del coche, y sacas la mano del bolsillo para empinar el codo te pegan cuatro tiros y no pasa nada, entonces es que algo no funciona. Si esto no cambia con una Vicepresidente negra como Kamala Harris, es que el estigma de primitivismo no lo han superado. Obama ya fracasó en la protección de las clases más débiles como son los negros, con la aplicación de la ley de Derechos Civiles de 1964. Una ley que no es efectiva en 57 años hay que renovarla. Si Kamala Harris, como Vicepresidenta negra, y esa carga de optimismo que desgrana, no consigue que los afroamericanos alcancen un nivel social siquiera aceptable, que se olvide de sus aspiraciones para dentro de cuatro años. Porque el tiempo corre en su contra, y el rubio Sheriff puede volver en busca de la estrella de seis puntas.