A Irene Vallejo (Zaragoza, 1979) le parece casi sobrenatural que un libro te diga con las palabras exactas algo que has sentido. Le fascina que podamos identificarnos con lo que dijeron nuestros antepasados. Su pasión por el mundo clásico y las palabras riegan “El infinito en un junco” (Siruela, 2020), ensayo que la doctora en Filología Clásica convierte en una aventura que destila admiración por la belleza de lo frágil.

–En su ensayo vemos que la civilización helenística albergaba impulsos contradictorios. El cosmopolitismo convivía con un nacionalismo exacerbado y el miedo al otro. ¿Como la nuestra?

–Ninguna época es idéntica a otra pero sí veo paralelismos. Muchos de los problemas que les preocupaban siguen siendo los nuestros. Tenemos mucho del pensamiento de los estoicos, los epicúreos o los cínicos incorporado en nuestra vida cotidiana. De hecho los libros de autoayuda actuales se basan en Marco Aurelio, Séneca o Epicteto.

–¿Qué autor clásico vendría bien recordar en tiempos donde arrecian las amenazas a la democracia?

–Séneca en sus “Epístolas” habla de lo importante de la colaboración. Usa una imagen muy bonita: la bóveda, donde todas las piedras sostienen a las demás. En un momento tan polarizado ese mensaje es más necesario que nunca.

–Dice que las generaciones futuras tienen derecho a reclamarnos el relato del pasado.

–A veces transportamos al pasado debates que tenemos en nuestro presente. Durante mucho tiempo, la democracia ateniense se vio como una época de libertinaje y desorden. Luego, con su renacer en EE UU y su expansión, hemos idealizado esa época. El pasado es un campo de batalla para nuestros conflictos del presente. Por eso es importante atenernos a los hechos.

–Sostiene que proteger las lenguas de la extinción es un acto de resistencia frente al olvido. ¿Por qué es importante?

–Porque cada lengua es una visión del mundo, repara en ciertos aspectos de la realidad, significa una creación colectiva. Si solo existiera una lengua, que parece el ideal pragmático, sería más difícil mirarnos desde fuera, un ejercicio enriquecedor para ayudarnos a identificar nuestros ángulos ciegos.

–Cuando Ulises vuelve a Ítaca renuncia a ser un dios. ¿Es una invitación a aceptar la muerte?

–Creo que sí porque, al final, no quiere quedarse con Calipso, que le ofrece la inmortalidad. Considera que es una forma de cobardía ante la vida y prefiere apurarla. Es una forma de sabiduría que tiene que ver con el “carpe diem”, con disfrutar de cada instante. “La Odisea” nos cuenta que merece la pena seguir con la vida y sus inconvenientes.

–¿Por qué nunca olvidamos a quien nos contó un buen cuento en la penumbra de una noche?

–(Risas) Yo me enamoré de la literatura por los cuentos orales. Intenté que “El infinito en un junco” fuera también un homenaje a la oralidad. Somos animales sedientos de historias. Al leerle cuentos a mi hijo tengo la sensación de detener el tiempo. Durante el confinamiento usaba la lectura para ayudarle a superar la angustia de la situación. Entrábamos juntos en los cuentos y era muy tranquilizador. Tienen algo medicinal.

–Las mujeres siempre han tenido más difícil dedicarse a la literatura, pero son grandes narradoras…

–Pienso que los relatos nacen en la época de los cazadores-recolectores, cuando los hombres salían a cazar y las mujeres preparaban las pieles para hacer vestidos. Sentadas, como más tarde ante la rueca, cosiendo e hilando, se cuentan historias. Eso explica que imágenes del mundo textil se usen para los textos y digamos que alguien pierde el hilo o borda un discurso. He querido reivindicar a las mujeres que no han podido dejar huella al no haber dejado textos escritos, pero han transmitido el lenguaje y la memoria familiar.

–“Lo peor fue el silencio”. Así empieza a narrar su experiencia de niña acosada... ¿Cómo se sale de ese agujero?

–Yo diría que del todo no se sale nunca. Todavía ahora, cuando entro en un círculo nuevo, guardo un poco de aquel miedo casi atávico a no ser aceptada. Tengo esa secuela, pero es algo llevadero. El momento peligroso es cuando eres un niño vulnerable y piensas que siempre te tratarán así. Por eso fueron tan importantes los libros, porque me contaban otra historia. También descubrí que, al callar para que no me llamaran chivata, aceptaba la lógica de los verdugos. Era necesario compartir mi experiencia porque la literatura es contar lo que te dicen que no hay que contar. Decidí convertirme en una chivata profesional.

–Alejandría se asociaba a los placeres y los libros. ¿Esa relación casi erótica explica que la gente se haya abrazado a los libros durante el confinamiento?

–Algo de eso hay, hablamos de ellos con el vocabulario del amor. Decimos “este libro me ha enamorado” o “estoy leyendo apasionadamente”. En la pandemia hemos buscado su refugio. Un libro es una voz que nos habla y por eso cuando se queman es algo traumático.

–¿Hay algún libro que merezca la hoguera?

–No. Soy muy reacia a destruir y a cancelar, porque es contraproducente. Incluso libros que consideramos dañinos, como “Mein Kampf”, de Hitler, es importante que existan. Si los eliminas le estás haciendo el trabajo a los negacionistas. La tendencia a borrar palabras ofensivas o acontecimientos dolorosos nos da una imagen falsificada del pasado y el pasado deja de enseñarnos. Debemos entender qué sucedió y cómo se justificó para no dejarnos engañar otra vez.

–¿La biblioteca de Alejandría está hoy en internet?

–Esa es mi teoría. Internet ha buscado conscientemente el modelo de las bibliotecas, es una continuación de esa primera semilla de Alejandría.