Que nadie sabe cómo frenar el virus en estos días de inicio de las vacunaciones masivas es algo fácil de comprobar sin más que leer las cifras de nuevos contagios y muertes en todo el mundo, con España a la cabeza. Pero es obvio que las responsabilidades de, pongamos, el presidente de una comunidad de vecinos y las de quien encabeza el Gobierno no son las mismas. Aunque, a juzgar por lo que hacen todos ellos, se diría que el compromiso de la lucha contra la pandemia cae de lleno dentro de las competencias de los vecindarios. Desde que comenzó la segunda ola, y vamos ya por la tercera, la principal iniciativa del Gobierno ha sido la de recurrir a sus aliados parlamentarios para aprobar un larguísimo estado de alarma con el que después no hizo nada salvo poner en manos de las comunidades autónomas la aplicación de las normas. Incluían éstas un toque de queda tirando a ridículo en términos sanitarios –entre las diez y la medianoche y hasta las cinco o las siete de la mañana, a gusto de cada autonomía–, relajándolo incluso en los días peores, aquellos en los que cabía esperar un número mayor de contagios (los de las fiestas navideñas).

Restringir los movimientos a las doce de la noche puede estar bien para los cuentos de hadas pero para encontrar una medida eficaz de cara a limitar los contagios habría que irse a Francia, donde el toque de queda comienza a las seis de la tarde. La comunidad autónoma de Castilla y León ha impuesto una medida más tímida, la de fijar su inicio dos horas después, y lo que hasta ahora era una inacción absoluta del señor Sánchez y sus ministros, con el de Sanidad a la cabeza –si exceptuamos su papel de candidato a la presidencia de la Generalitat–, se ha convertido de inmediato en sobreactuación. A los tribunales ha acudido el Gobierno, al Supremo en concreto, porque siente mancillada su iniciativa de poner en marcha un estado de alarma con voluntad de nada y ahora le den la vuelta convirtiéndolo en algo. Con el agravante de que el propio delegado gubernamental en Castilla y León no sólo ha dado por bueno el toque de queda a las ocho de la tarde sino que incluso ha puesto a la policía nacional a vigilar que se obedezca.

Menos mal que el ministro Illa, o quien sea que haya tomado la decisión, ha presentado una demanda contencioso-administrativa porque, de haber optado por la vía penal, se plantearía la pregunta de si el delegado del Gobierno en Castilla y León es nada menos que cómplice del delito. Pero la sensación de que hemos perdido los papeles, de que no tenemos ni idea de lo que cabe hacer es, como decía al principio, algo generalizado por completo. Así que bienvenidos sean los pleitos que nos trasladan al único mundo que nos dejan las reclusiones, el de las series de la televisión. Ya que no se sabe gobernar, al menos que se entretenga a los ciudadanos.