Ha estado Donald Trump los últimos cuatro años tan dedicado a erosionar las instituciones democráticas de EE UU que le ha dado menos tiempo a destruir otros países que a sus predecesores. Y no es que no lo haya intentado con el recurso continuado a los drones para eliminar a los enemigos, el boicot continuado a Irán y demás países cuyos regímenes Washington no aprueba o asesinatos provocadores como el del general iraní Qasem Soleimani. Pero Trump será recordado por el daño que ha hecho a la institución que representa y a la credibilidad de la democracia en un país que siempre ha presumido de dar lecciones de esa materia.

Y ¿qué decir, por otro lado, del Partido Demócrata, tan obsesionado como los principales medios de comunicación norteamericanos de culpar exclusivamente a Rusia de la llegada de Trump a la Casa Blanca, que prefirió olvidarse de las causas endógenas de ese fenómeno?

¿Cómo se explica que el intento, finalmente fallido, de destitución de tan indigno presidente se centrara en las injerencias del Kremlin y no en las acciones anticonstitucionales del propio Trump, que el senador demócrata Chris Murphy ha calificado como “el intento más grave de derrocar la democracia” en la historia de EE UU?

¿No tienen ninguna responsabilidad los demócratas, al haber abandonado a su suerte a los millones de trabajadores víctimas de la globalización, en el surgimiento en aquel país de un estado de opinión favorable a un demagogo y mentiroso compulsivo como Trump? Un presidente que prometió en la campaña ayudar a la clase trabajadora trayendo otra vez a EE UU centenares de miles de empleos que habían ido a China y otros países de mano de obra más barata, pero que, con sus desgravaciones fiscales, terminó beneficiando sólo a las grandes empresas y a los más ricos. Un presidente que, con decenas de miles de muertos al día en su país por culpa de la pandemia y con millones de compatriotas amenazados de desahucio, ha demostrado su absoluta falta de empatía con los que sufren, dedicándose a jugar al golf en su lujosa residencia de Florida. Y que, abusando descaradamente de su cargo, que se resiste como gato panza arriba a abandonar tras perder las elecciones, ha aprovechado los últimos días de su presidencia para amnistiar a torturadores y violadores de derechos humanos, multimillonarios corruptos como su consuegro, Charles Kushner, e individuos que mintieron bajo juramento.

¿Qué decir de su ministro del Tesoro, Steve Mnuchin, ex banquero de Goldman Sachs y multimillonario, que fijó en 600 dólares el tope de ayuda que el Gobierno estaba dispuesto a dar a los golpeados por la pandemia?

Eso mientras la última ley de Defensa pedía 740.000 millones de dólares –equivalentes a 2.300 por ciudadano– con los que los que seguir alimentando su poderoso complejo militar-industrial y mantener en perfecto estado de revista el aparato militar más caro del mundo.

Por no hablar de la vergüenza de un Partido Republicano, que fue el de Abraham Lincoln, pero que se ha pasado cuatro años callando y tolerando los atropellos del estado de derecho por parte del Presidente. O de los casi 75 millones de estadounidenses que se tragaron otra vez sus mentiras y volvieron a votarle.