Una joya sin un buen estuche pierde mucho. El evangelio que hoy nos regala la liturgia de la Iglesia vuelve a ser el prólogo del cuarto evangelio, que es como el estuche para esa joya de profundidad que es el último de los evangelios del nuevo testamento. En efecto, todos los grandes temas que se desarrollan luego a lo largo de sus veintiún capítulos —luz, vida, ver, conocer, etc.— aparecen ya en Jn 1. Pero la afirmación central es Jn 1,14 cuando el evangelista diga “el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros, y hemos contemplado su gloria”. San Pedro Crisólogo, obispo de Rávena en el siglo V, predicaba lo siguiente: “¿Cómo es posible que a ese Dios que el mundo no puede estrechar, el hombre, con su mirada, tan limitada, lo pueda circunscribir? El amor no se preocupa por saber si una cosa es segura, conveniente o posible: el amor ignora la medida”. Ni en nuestros mejores sueños podíamos pensar que Dios eligiera esta forma de venir a nosotros. El Dios que es Trinidad, diálogo eterno de Amor, en su Palabra, en su Verbo —y el verbo es la palabra que utilizamos para expresar movimiento— ha asumido nuestra carne, que en la mente de San Juan tiene el significado hebreo de carne, es decir, el hombre en su debilidad y bajeza, en su limitación y finitud, en su pecado, en definitiva. Se cumple así la profecía: “él soportó nuestros sufrimientos y aguantó nuestros dolores” (Is 53,4). Pero todavía hay más. En la antigua alianza, ver a Dios significaba morir, tal era la separación entre Dios y el hombre. Ahora, sin embargo, san Juan afirmará que hemos contemplado su gloria. ¡La gloria del Señor que acompañó al pueblo de Israel como columna de nube y fuego, y que eligió la ciudad santa de Jerusalén y el templo como su morada, ahora se manifiesta en la humanidad santificada de Cristo, nuevo y verdadero templo que da acceso a Dios! El prólogo del evangelio de San Juan ha hecho correr ríos de tinta entre estudiosos y místicos. Es como un buen vino, hay que saborearlo despacio. Tan solo un apunte más. En Jn 1 aparece también in nuce el drama de la redención, es decir, la presencia amorosa de un Dios que se dona y el rechazo por parte de un hombre que se encierra en sí mismo. Por dos veces, San Juan dirá “el mundo no lo conoció” (Jn 1,10) y “vino a su casa y lo suyos no lo recibieron” (Jn 1,11). Así pasó en parte en la primera navidad, “porque no había sitio para ellos en la posada” (Lc 2,7). Que no nos pase lo mismo: hagamos sitio y espacio para Dios en nuestro mundo y dejemos que la gloria de Dios caldee nuestra humanidad