Dicen que el tiempo es melancolía, y cuando se para lo llaman eternidad. La melancolía es una tristeza que ha perdido la esperanza. De ella, ya advertía Flaubert, hay que tener cuidado porque llega a convertirse en vicio, y puede matarnos mucho más rápido que cualquier bacteria. Pero, qué quieren, la tristeza nos sobrevuela. La leo por todas partes, asociada a una Navidad pandémica sin contactos, y hasta en los titulares de los partidos de fútbol. Por ejemplo, “Cristiano hunde a un Barcelona de lo más triste”. En un mundo excepcionalmente deprimido, la idea de que la calidad y la eficacia tienen que ver directamente con la alegría gana adeptos.

La incidencia del coronavirus en España ha descendido hasta alcanzar los niveles de finales de agosto. Pero eso no significa que haya que bajar la guardia y no mantener previsoramente un índice de emociones acorde con las circunstancias. El presidente del Principado explicó que las medidas de confinamiento y el cierre de actividades y negocios habían contribuido eficazmente a reducir las elevadas cifras de contagios de un noviembre terrible. No le falta razón, aunque algunos aprovecharán para criticarlo porque se trata de una aparente obviedad. Si uno no se baña en el mar las posibilidades de ahogarse se reducen considerablemente. Con los bares y los restaurantes cerrados el riesgo de contagiarse en ellos es prácticamente nulo, pero esa situación es imposible eternizarla como el tiempo que se detiene y llamamos melancolía.

El problema puede que esté en saber compatibilizar la alegría productiva con la tristeza de la enfermedad que obliga a paralizarla. La pregunta es cómo se hace sin que el país tenga que sufrir una nueva oleada catastrófica de contagios en enero. Nadie tiene la respuesta porque este virus que parece perfectamente entrenado para matar no se detiene fácilmente. Por eso hay quienes descreen de sus supuestos orígenes naturales y la simple sospecha contribuye todavía más a deprimirnos.