Dicen que si hay algo que parece que funciona, en el mundo de las relaciones sociales, laborales, educativas,… es el coaching. Tanto que si nos preguntaran qué es lo principal para las relaciones entre las personas en la sociedad podríamos decir que el coaching y, además, coaching emocional. Nos podría servir, aunque sea demasiado simple, de resumen para lo que significa hoy el ámbito de las relaciones humanas, de la misma manera que la respuesta que Jesús da a los doctores cuando le preguntan por el mandato principal de la ley (Jn 22,34-40), o como resumíamos nosotros los diez mandamientos diciendo que todo se resume en el amor a Dios y al prójimo. Y eso, para nosotros, se ha convertido en algo tan novedoso porque parece que durante mucho tiempo para que yo vaya por el camino recto solo he de descubrir lo que otros tienen y menospreciar lo propio. Pero, por el contrario, pudiéramos caer en sobrevalorarnos tanto, que “ni Dios” nos pueda igualar.

Esa es la parte en la que los cristianos nos debatimos en muchas ocasiones para poder conjugar el “yo te amo, Señor, tú eres mi fortaleza” (Sal 17), con el tengo fortaleza para demostrarla con el débil. Parece como si nos diera vergüenza reconocernos y amarnos en lo bueno que tenemos y nos quedamos siempre recordando las penurias que pasamos cuando “emigrantes fuisteis vosotros en la tierra de Egipto” (Ex 22,20).

Tengo una buena amiga que en una ocasión me dijo: comienza a valorarte a ti mismo para que puedas descubrir todo lo valioso que tienes a tu alrededor. Al principio me pareció un poco extraño, por eso de que darse valor a uno le quita el valor al resto. Pero cuando más lo pensaba, apareció delante de mí el texto del evangelio de Juan que se proclama este domingo. Y, junto a él, caí en la cuenta de que la clave estaba en lo que desde pequeño había aprendido y no había entendido: amarás a Dios, sobre todas las cosas, y al prójimo, como a ti mismo. Que en las segundas partes (que decimos que no son buenas) del amor a Dios y al prójimo, se encuentra el camino que conduce a Dios. Que es posible amarme a mí mismo, reconocerme como soy, valorar lo que tengo, lo que he hecho o lo que he alcanzado, y no hacerlo sobre todas las cosas. Que, así, puedo reconocer todo eso bueno en el que tengo al lado “sin necesidad de explicar nada, ya que ellos mismos cuentan los detalles” (1 Tes 1,9). Y esto es lo fácil, porque lo difícil está en darme cuenta de que amarme “a mí mismo” no es amarme “sobre todas las cosas”, que es lo que la mayoría de las veces nos pasa. Por eso, creo que tenemos tanto miedo a querernos y a querernos bien, con el corazón, el alma y la mente.

Estoy seguro de que todos podríamos ser más felices y mejores discípulos de Jesús si nos quisiéramos un poco más, queriendo al que está al lado y a Quien lo hizo como a mí y lo puso junto a mí, pero sin creernos por encima de todo y de todos. En palabras del papa Francisco: “las dos dimensiones del amor, para Dios y para el prójimo, en su unidad caracterizan al discípulo de Cristo”. O como canta DVicio: “Solo me pierdo si te he dado por perdida / De ti me he contagiado sin medida / Revivo si te quedas a vivir, conmigo”.