Con la triste sensación de que aún nos pasarán cosas peores, la gestión del coronavirus ha alcanzado cotas insospechadas de delirante y grave torpeza. El confinamiento de golpe de cinco millones de ciudadanos mediante una resolución sanitaria, sin seguridad jurídica y con un alto componente de enfrentamiento político, es la guinda que corona el pastel de la ineficacia mostrada por este Gobierno desde el inicio de la pandemia. En Madrid, para desgracia de los madrileños, atemorizados por su salud, y de la economía nacional, que pronto empezará a resentirse, se han juntado el hambre y las ganas de comer: un presidente de Gobierno sin escrúpulos decidido a utilizar la enfermedad para desprestigiar y derribar a los adversarios políticos, y una presidenta de comunidad autónoma lo suficientemente descerebrada para creer que en su resistencia frente al acoso de Pedro Sánchez se halla reflejada la parábola de David contra Goliath. Ambos son responsables de la imprevisión para llegar a este estado preocupante en que se encuentra la capital y el motor del país. Pero da igual repetirlo, aun en la mayor de las calamidades, y este es el caso, lo que prima entre la clase política es contarla de la forma en que los electores de un signo la puedan digerir escupiendo a los del signo contrario, no la gestión razonable y eficaz desprovista de sectarismo para remediarla.

Pedro Sánchez, fracaso tras fracaso desde marzo, se desentendió, cuando tuvo oportunidad, de gestionar como líder del Gobierno la mayor crisis en lo que llevamos de siglo. Traspasó a las comunidades autónomas la responsabilidad que no les correspondía ni anímica ni jurídicamente con el fin de poder mutualizar la culpa y dedicarse a tejer las alianzas presupuestarias con los nacionalistas. Cuando la situación volvió a desbordarse, una vez más tras haber subestimado la amenaza del virus, encontró el filón político rentable en señalar a Madrid, sembrando el caos a través del enfrentamiento más destructivo. La toxicidad se ha sumado a la pandemia.