Yo creo que hay una tendencia en todo ser humano a salirnos con la nuestra. Tanto es así, que incluso cuando las cosas no van como nosotros nos esperamos intentamos pensar que, aunque ahora no sea, ya será. ¿Recordáis cuando éramos adolescentes y nos decían “haz esto” y respondíamos “no quiero”? Recuerdo que en muchas ocasiones mi padre o mi madre me lo decían y, aunque no quisiera, la mayoría de las veces lo terminaba haciendo. Por eso, mis padres siempre que yo decía “no quiero”, decían ellos “tú déjalo que ya irá”. Y es que era una lucha constante por ver cómo cada uno se sale con la suya, reclamando lo que es justo o no, dependiendo del propio parecer, o incluso valorando la maldad o buen hacer dependiendo de si las cosas se hacen al final como quería el que nos las mandó. Pero, ciertamente, en expresión del profeta Ezequiel “¿es injusto mi proceder? ¿No es más bien vuestro proceder el que es injusto?” (Ez 18, 25).

Es muy común el valorar a la persona por sus reacciones ante las cosas, por lo que hace, independientemente de lo que digan, como si el único valor en una persona sean sus actos y nada más podamos esperar de ella. De esta manera, una persona sirve o no dependiendo si al final hace o no hace lo que se le pide, tanto que tradicionalmente hemos llegado a interpretar el evangelio de hoy (Mt 21, 28-32) identificando al hijo “bueno” con aquel que hizo lo que le pidió el padre, aunque dijo que no, porque lo que nos importa y en lo que nos fijamos es en lo que hizo. Esto mismo nos pasa hoy en nuestra sociedad, valoramos “al bueno” por aquel que hace lo que el poder manda, sin pensar en nada más. Personalmente, no creo que la parábola que Jesús utiliza en el día de hoy sea para que identifiquemos a buenos y malos. De hecho, a la respuesta que le dan a la pregunta “¿cuál de los dos cumplió la voluntad del padre?” (Mt 21,30), Jesús no afirma que sea correcto decir: el que primero dijo que no, pero al final fue a trabajar la viña, que es lo que le había pedido el padre. Sino que, más bien, creo que indica que los que cumplen la voluntad del padre son los que creen en él.

Qué importante sería que empezáramos a mirarnos cada vez más por lo que somos, que por lo que hacemos. Nuestro mundo y nuestra iglesia empezarían a ser distintos si cuando miro al de enfrente veo a una persona que ama, que siente, que sufre, que se alegra, y no una ficha más del engranaje, que la necesito para que haga o no haga. Es tiempo de que los cristianos seamos capaces de ser “unánimes y concordes en un mismo amor y sentir, obrando sin rivalidad, sin encerrarnos en nuestros intereses, sino con humildad y buscando el interés de todos” (cf. Fil 2, 1-2). Hemos de reconocernos en el otro, y cada uno con sus virtudes y miserias, descubrir que estamos llamados a “recordar la ternura de Dios” (Sal 24) que nos llama a construir su Reino. O en palabra de Manuel Carrasco, cuando canta Prisión esperanza: “Y tú y yo, y tú y yo, y tú y yo. Nosotros y el mundo. […] Y amor”.