Del mismo modo que anida la duda de si fue antes el huevo o la gallina, existe en cambio la certeza de que la mala calidad de la política es consecuencia de las decisiones de quienes eligen en las urnas a quienes la encarnan. El bodrio que ofrecen los elegidos es fruto del atolondramiento generalizado de los electores: del reflejo que proyectan. No vale con que son listas cerradas e impuestas, el albedrío abarca algo más que la simple elección de un nombre, incluye también el impulso que lo mueve en esta o en una dirección contraria a los intereses comunes. A su vez, los políticos aprovechan para interpretar estas pulsiones de una forma sesgada o partidista, pendientes de las urgencias, las filias o las fobias que perciben en las encuestas. Gobiernan o escenifican, más bien esto ultimo, presa de los vaivenes de la opinión pública, que ellos contribuyen a moldear, o preocupados exclusivamente por construir un relato propagandístico en vez de aportar las verdaderas soluciones que requieren los problemas de una sociedad que zozobra en una devastadora crisis.

Un ejemplo palmario de ello es esta tregua impostada de Madrid entre el presidente del Gobierno e Isabel Ayuso, que aparentemente y por motivos funcionales sitúa en el primer plano el recrudecimiento de la pandemia, cuando lo que se halla detrás es una lucha indisimulada de la izquierda por hacerse con Madrid mediante una moción de censura o una operación de desgaste a medio plazo. Mientras que los socialistas recurren a la movilización institucional alternando la ayuda con la crítica a unas “medidas discriminatorias” que no se acaban de entender salvo en su vertiente demagógica más populista, Unidas Podemos pretende tomar la calle para sacar rentabilidad de la mala salud pública, algo que reprochó a la derecha durante las caceroladas del confinamiento. Mientras tanto a Ayuso, la “bomba vírica”, si no la detona la izquierda son capaces de hacerla saltar por los aires los suyos. Como ya ha ocurrido.