Antes de que Juan Carlos I de Borbón escogiese el palacio de Miravent en Mallorca para pasar con su familia las vacaciones de verano, los reyes de España disfrutaban del ocio estival en San Sebastián (palacio de Miramar) y Santander (palacio de la Magdalena). Huían de los calores madrileños y, con muy buen criterio, preferían pasar un verano de los llamados de “chaqueta y corbata” frente al Cantábrico que no sudando la gota gorda frente al Mediterráneo. Una opción perfectamente entendible en las monarquías del norte de Europa ansiosas de unas jornadas de sol y luz deslumbrante, pero que en el caso de los Borbones españoles parecería un comportamiento excéntrico dado el clima predominante en la capital del reino. (“Nueve meses de invierno y tres de infierno”, dice un conocido refrán).

En los regímenes monárquicos, aunque también en las repúblicas y en las dictaduras, escoger el lugar que se va convertir en la “capital de verano” tiene mucha importancia, Sobre todo económica. Con el jefe (o la jefa) supremo llegan los ministros y altos cargos, y toda esa fauna de logreros que pululan alrededor del poder. Los hoteles se llenan y los restaurantes viven momentos de esplendor con una clientela gastadora y de buen diente. (No hay nada que excite más el apetito que saber que la factura acabará pagándose con fondos del Estado).

Durante su larga dictadura, el general Franco siguió con la tradición de los Borbones de veranear en la costa norte del país, aunque prefirió hacerlo más hacia Occidente, en el pueblecito de Meirás muy cerca del puerto pesquero de Sada, a dos pasos de A Coruña y algo más de Ferrol donde había nacido. A ese efecto, utilizó, como vivienda, despacho y sede de algunos consejos de ministros, el pazo que había sido de la condesa de Pardo Bazán, aristocrática escritora que había reformado el edificio dotándolo de unas torres que le daban un aire romántico. El sátrapa repartía su tiempo de ocio con desplazamientos por carretera a la ciudad coruñesa y asistencias a corridas de toros, partidos de fútbol, regatas de traineras y torneos de golf, deporte al que acabó aficionándose cuando su vigor físico empezaba a declinar.

La mayoría de la gente poco informada pensaba que el pazo de Meirás debía de pertenecer en propiedad al Patrimonio del Estado, como el Palacio de El Pardo que era su residencia oficial en Madrid. Y lo que menos podía pensar es que era su dueño por haberlo comprado con los dineros de una colecta recaudados a punta de pistola por autoridades, empresarios y funcionarios a los que se les había expropiado parte de sus modestos salarios como agradecimiento y homenaje al Caudillo de España.

A su muerte, su viuda Carmen Polo, a quien Juan Carlos I concedió el señorío de Meirás con grandeza de España, continuó pasando parte del veraneo en el pazo y en otra mansión en la Ciudad Vieja. Y lo mismo hicieron su hija, la marquesa de Villaverde, y sus numerosos nietos. Afortunadamente, una jueza llamada Marta Canales acaba de sentenciar que el pazo pertenece al Estado y que Franco quiso apropiarse de él de forma irregular. Como de tantas otras cosas.