Eché la silla hacia atrás, cerré los ojos y me quedé dormido mientras imaginaba una jugada de billar americano en la que lograba introducir todas las bolas de golpe por los agujeros de las cuatro esquinas y de los laterales. Ahí iban, disciplinadamente, las unas detrás de las otras. Al precipitarse en las extrañas de la mesa producían un ruido sordo. Me desperté enseguida, con hambre, pues era casi la hora de comer. Como estaba solo, me preparé un sándwich del que di cuenta mientras intentaba recuperar la imagen de las bolas de billar. Por la tarde, le narré el suceso a mi psicoanalista, que preguntó si se trataba de un sueño.

–De una ensoñación, más bien –respondí–. La imagen se produjo justo antes de que me durmiera.

– ¿Y por qué me la cuenta?

–Porque, aunque estuviera despierto, tiene calidades oníricas.

–Ya –dijo ella secamente.

–A veces –añadí– tengo la impresión de que las palabras se mueven por la pantalla del ordenador como las bolas de billar sobre el tapete verde. Hay días en los que colocas una oración principal y cuatro subordinadas de un solo golpe y días en las que las frases se dispersan sobre la superficie iluminada sin alcanzar el objetivo.

–Y cuál sería el objetivo? –preguntó.

–El objetivo es un agujero por el que deberían caer al fondo de mi alma para producir un ruido sordo. Noto cuándo una frase llega al fondo de mi alma y cuándo, antes de alcanzarlo, su sentido se pierde como el agua por una tubería agujereada. Mi alma necesita frases todo el rato.

Al acabar la sesión, me metí en una cafetería cercana y pedí un gin tonic que apuré despacio, dejando que sus efectos me penetraran lentamente. El camarero y yo nos conocemos desde que comencé el análisis, de modo que le solicité una frase.

–¿Una cualquiera? –preguntó.

–Una cualquiera –dije.

–Me arrepiento de mí –dijo.

La frase cayó al fondo de mi alma con el peso de una bola de angustia provocando un ruido sordo.