Las operaciones de relaciones públicas no se ciñen a la política, y se derraman hacia los territorios adyacentes. Por ponerlo suave, el estudio de la vida microscópica sobre la Tierra no se encuentra en su momento más feliz, con ramas entera como la Epidemiología o la Virología humilladas por un ser definitivamente inferior. Los gobernantes afrontan las derrotas en casa trasladando el foco hacia la arena internacional, por lo que era inevitable que los científicos en horas bajas se volcaran hacia el campo galáctico. Así que presumen de haber descubierto la huella digital del equivalente venusiano del coronavirus.

Dado que están fallando todos los procedimiento medievales para frenar la pandemia, no cabe menospreciar a priori el recurso de provocar la envidia del coronavirus, insinuando la existencia de un rival en el espacio exterior. Antes de desvelar su identidad, el nuevo microbio ya le ha robado el protagonismo en las portadas a su predecesor durante al menos un día, porque es fácil imaginarse a qué se dedicaría este artículo de no mediar el sensacional descubrimiento de los astrónomos de Hawai. Tampoco es casual que se haya elegido Venus para esta historia de celos virológicos.

Paradójicamente, en Venus hay vida sin amor, porque difícilmente pueden anidar los sentimientos en un envoltorio de ácido sulfúrico que priva del oxígeno emocional al microorganismo productor de fosfina. Claro que a los astrónomos de Venus también les debe parecer una insolencia proponer la habitabilidad de un planeta Tierra (o como lo llamen allí) cuyo núcleo es una masa de hierro y níquel candentes. Es posible que la perdurabilidad de la pandemia se deba a la aglomeración de epidemiólogos que propicia el contagio, así que es inteligente desviar su atención hacia Venus. A falta de decidir cómo influirá este sensacional descubrimiento en las posibilidades de reelección de Donald Trump.