A menudo la Historia se nos cuenta como un rosario de guerras, conflictos y regímenes que se suceden en el tiempo. Es un relato fácil, porque solo transita por las grandes avenidas del pasado y suele estar plagado de buenos y malos. En su último libro –”Una violencia indómita. El siglo XX europeo” (Crítica)–, Julián Casanova ha revisado la última centuria poniendo el foco en los crímenes que se cometieron en las carreteras secundarias de la Historia. El resultado es un viaje incómodo que recuerda que la gloria de las grandes potencias se forjó sobre un pasado colonial rebosante de sangre y que el final de la II Guerra Mundial convirtió a muchos verdugos y colaboracionistas en víctimas de nuevos asesinatos y violaciones. Pero estos pasajes no suelen figurar en los libros.

–¿Qué revela el filtro de la violencia cuando se aplica a la historia del siglo XX?

–Saca a la luz partes de nuestro pasado que suelen permanecer ocultas y ayuda a explicar ciertas quiebras históricas que de otra forma no se entienden bien. El siglo XX europeo se construyó sobre la idea cristiana y civilizada del hombre blanco, pero en su nombre se aplicaron políticas de exterminio que fueron legitimadas por provenir de razas o naciones que se consideraban superiores. Recordar la violencia nos da un toque de atención. Las sociedades triunfantes que se construyen elogiando su pasado y ocultando las partes que no interesan, a la larga son menos libres y acaban teniendo problemas con ese pasado.

–¿Problemas en el presente?

–Lo vivimos a diario. Se discute sobre las estatuas, se debate sobre las fiestas, se reinventa la historia… Y todo esto se usa políticamente. Cuando los políticos conmemoran el pasado, normalmente solo buscan celebrar su presente. Lo hizo el franquismo con la Guerra Civil y lo hace ahora Putin con la II Guerra Mundial. Él solo habla de la derrota del nazismo, pero no de los crímenes del estalinismo.

–¿El siglo XX ha sido el más violento de nuestra historia?

–Sin duda. De entrada, el desarrollo industrial y tecnológico facilitó formas de matar que antes no existían. En la I Guerra Mundial hubo 8,5 millones de muertos frente al medio millón que pudo sumar el conflicto más cruento del siglo XIX. Pero influyeron otros factores. Los ejércitos se universalizaron, el desarrollo del capitalismo provocó la lucha de clases y el fin de los imperios trajo consigo la creación de los Estados-nación. Y nadie crea un Estado-nación si no es con una guerra.

–Esta afirmación ha sonado a aviso a navegantes.

–No lo digo yo, lo dice la historia. La independencia de los estados solo se consigue por las armas y con la presencia de un enemigo exterior al que enfrentarse. Luego, esos estados suelen situar el relato del elogio en el orgullo de pertenecer a un mismo pueblo, tener la misma historia y usar la misma lengua, pero casi siempre ocultan el trasfondo armado y violento del que provienen.

–Sorprende la capacidad que tiene la violencia para regenerarse a lo largo de la pasada centuria.

–Lo llamativo es que la brutalización del siglo XX no la provocaron tanto las guerras como el paramilitarismo que sucedió a los conflictos bélicos. Tras la I Guerra Mundial, los vencidos no aceptaron la derrota y promovieron movimientos armados que más tarde se integraron en las dictaduras emergidas en esos países. Todos los miembros de las élites nazis y fascistas habían pasado por las trincheras. En España ocurrió lo mismo, como observó Paul Preston: todos los golpistas de 1936 habían vivido la experiencia de la guerra de África e hicieron a los rojos lo que habían hecho en las colonias.

–¿Hay algún denominador común en todas las expresiones violentas que atraviesan la historia del siglo XX?

–Hay dos apelaciones que suelen repetirse: la nación y la raza. Del exterminio armenio al Holocausto y de los Balcanes a los crímenes de la Unión Soviética, nada brutalizó tanto el siglo XX como esos dos elementos. La religión también influyó, pero fueron la nación y la raza los que inspiraron los mayores crímenes del siglo. También hay patrones que se repiten. En los grandes fenómenos de violencia, siempre hay criminales, víctimas, gente que ve lo que pasa y se calla, y gente que aprende de lo que ve para vengarse en cuanto puede. Y normalmente hay alguien que ejerce de valiente.

–¿Valiente?

–Sí, siempre hay alguien que llega a la cúpula del poder en el momento de mayor expresión de la violencia. Hay mucha virilidad y mucho machismo en esas situaciones, la violencia suele ser una cosa de hombres. No es casual el ascenso que vivieron ciertas figuras en determinados momentos hasta convertirse en criminales de guerra. Hay quien sostiene que el nazismo habría existido sin Hitler, como si se tratara de algo inevitable. Yo siempre he creído en la acción humana como motor de la historia. Dependiendo de quién está al frente, se toman unas decisiones u otras. Milosevic no fue una casualidad. Ni Franco.

–¿Cómo va el reparto de las culpas en los grandes fenómenos violentos?

–En esto también hay debate. A menudo se presenta a la Historia como un instrumento en manos de los que mandan. Se suele culpar a los gobernantes, a los militares, y el resto son considerados víctimas. Yo no estoy de acuerdo. Para que la violencia extrema triunfe como a veces ha triunfado en los últimos 100 años, hace falta una base social que la justifique. Y esa base social no es inocente, porque suele apoyar la violencia para obtener beneficios de ella.

–¿Hay culturas o países más propensos que otros a la violencia?

–Para que surja la violencia debe darse una quiebra de algún tipo. Por eso Reino Unido ha sufrido menos expresiones de este tipo en el último siglo. No padeció grandes fracturas, ni vio nacer ningún movimiento de masas en sus calles, ni comunista ni fascista. Pero no hay rasgos esenciales que hagan a un pueblo más violento que a otro. Es falso que en España nos matemos más que nadie en el mundo desde los tiempos de Viriato, o que lo hagan los balcánicos. La violencia responde a motivos históricos, no culturales.

–En su libro destaca que la violencia se ha ensañado de forma muy especial sobre las mujeres, y no por casualidad.

–No, no ha sido por casualidad. En momentos de quiebra, ejercer la violencia sobre las mujeres ha salido más barato a los criminales que aplicarla a otros grupos, y además lo han hecho con un discurso legitimador. A la mujer se la viola porque se la percibe como un símbolo identitario de la sociedad o la cultura que se trata de exterminar. Por eso son violadas públicamente, a veces delante de sus maridos e hijos, para humillarles. Y esto lo han sufrido todas las mujeres, sean cristianas, musulmanas, comunistas, fascistas o colaboracionistas.

–¿Hemos aprendido alguna lección del siglo XX?

–Bastantes. Si no, no estaríamos donde estamos. A fuerza de guerras y situaciones de violencia indómita hemos aprendido que la democracia es un bien que hay que cuidar, que los ejércitos deben estar controlados por estados legitimados a su vez por la sociedad civil y que hay que evitar que haya movimientos paramilitares en las calles. Pero nos quedan ecos de aquel pasado violento que pueden regresar en cualquier momento. A principios de los 90 no imaginábamos que veríamos las imágenes de guerra y violencia que vimos en la antigua Yugoslavia, y las vimos. Ahora mismo en Bielorrusia están pasando cosas que ocurrían en España en los últimos años del franquismo.