Con tanta calamidad, Enrique Ponce nos ha alegrado el verano. La más rimbombante faena de su vida. Todos hemos querido ser alguna vez Enrique Ponce, a ver, o sea, no por matar a un toro, cosa fea, más bien dar un volantazo a nuestra vida.

Las críticas más documentadas lo tratan de pagafantas al pobre, «Enrique paga una ronda» parece ser un grito que se ha extendido entre la juventud de Almería. Admiro esos lemas revolucionarios. Ponce ha dado un disgusto a la institución familiar, a la España más tradicional, a los taurinos de naftalina y a su mujer, claro. Nadie podría pensar al cruzarse con el diestro, tirando a poca cosa, que sea capaz de enfrentarse a morlacos de 500 kilos y a una familia tradicional para romperla.

Tenemos aquí más simpatía por la desairada, que seguro tomará venganza pronto y será portada de las revistas del corazón. Me encanta la expresión «rehace su vida». Con todo, de lo que en esta columna somos partidarios es de que cada cual en la vida haga lo que quiera con su capote. Y si no puedes ser Manolete, intenta ser don Juan. Los programas del famoseo han encontrado asunto al que dedicarle horas. Se habla de otra cosa, pero lo de Ponce alivia las conversaciones funestas sobre el virus, sobre la vuelta al cole y sobre el final del verano. Solo otra pelea, casi conyugal también, la de Messi, ha estado a punto de eclipsar el Ponzazo que ha pegado Ponce. Todos apesadumbrados, menos Ponce, dándose al amor en su fase inicial o fornicial, repartiendo sonrisas e invitando a cubatas, navegando la mar salá y explorando un amor joven.

Y eso, en su edad preotoñal, con su cara de niño bueno y su deseo, también, de que lo dejen en paz y pueda vivir su vida, su amor y disfrutar de su cartera. No pocas y pocos lo envidian. Temerosos en el sofá, viendo otra serie sobre las excitantes vidas de otros, de qué se encontrarían en la curva si dieran un volantazo a su vida. Faena.